sábado, 13 de febrero de 2010

La financiación de las pensiones

Desde hace más de 20 años, periódicamente se alzan voces pronosticando la quiebra de la Seguridad Social, y otras tantas veces llega la fecha en que se había anunciado el cataclismo sin que este se produzca. Tal discurso parte de una premisa errónea: la de considerar la Seguridad Social como algo distinto al Estado. Es esa concepción liberal, promovida por las entidades financieras y las organizaciones empresariales, y transmitida por algunos expertos y políticos, la que se coló de rondón en el Pacto de Toledo. La separación de fuentes no se ha entendido como algo convencional, un mero instrumento para la transparencia y la buena administración, sino como algo sustancial, de forma que se considera la Seguridad Social como un sistema cerrado que debe autofinanciarse y aislado económicamente de la Hacienda Pública, con lo que queda en una situación de mayor riesgo y complica cualquier mejora en las prestaciones.


En el marco del Estado social, de ninguna manera se puede aceptar que las pensiones deban ser financiadas exclusivamente con las cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La Seguridad Social es parte integrante del Estado, su quiebra sólo es concebible dentro de la quiebra del Estado, y el Estado no puede quebrar; todo lo más, acercarse a la suspensión de pagos, pero tan sólo si antes se hubiese hundido toda la economía nacional, en cuyo caso no serían únicamente los pensionistas los que tendrían dificultades, sino todos los ciudadanos: poseedores de deuda pública, funcionarios, empresarios, asalariados, inversores y, por supuesto, los tenedores de fondos privados de pensiones. Los apologistas de estos últimos, que son los que al mismo tiempo más hablan de la quiebra de la Seguridad Social, olvidan que son los fondos privados los que tienen más riesgo de volatilizarse, como ha demostrado la actual crisis bursátil.


Ante una hecatombe de la economía nacional, muy pocos podrían salvarse, pero no tiene por qué ser ese el futuro de la economía española, a no ser que el dogmatismo liberal nos introduzca en una coyuntura parecida a la de Argentina. Desde hace 30 años, la economía de nuestro país ha venido creciendo, abstrayendo de movimientos cíclicos, a una tasa media anual superior al 2,5% mientras que la población en todo el periodo sólo se ha incrementado en un 25%, con lo que la renta per cápita a precios constantes ha aumentado cerca del 100%. Somos casi el doble de ricos que en los últimos años del franquismo. Y no hay razón para pensar que, al margen de oscilaciones cíclicas, la evolución en los próximos 30 años no sea similar. La pregunta no es cuántos van a producir, como pretenden los agoreros de las proyecciones demográficas, sino cuánto se va a producir y si la respuesta es que lo producido en el año 2040 va a ser el doble que en la actualidad, ¿por qué razón las pensiones habrían de estar en peligro?


Previsiblemente, el problema que se plantea de cara al futuro no va ser el de la falta de recursos sino el de su distribución, entre activos y pasivos, entre rentas del trabajo y del capital y entre bienes públicos y privados. Las transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también cambios en las necesidades que hay que satisfacer y, por ende, en los bienes que se deben producir. La incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento de la esperanza de vida generan nuevas necesidades y exigen, consecuentemente, la dotación de nuevos servicios.


Hace ya tiempo que Galbraith anunciaba que todos estos cambios demandaban una redistribución de los bienes que hay que producir a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los privados. El pronosticado envejecimiento de la población de ninguna manera hace insostenible el sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no sólo al gasto en pensiones, sino también a la sanidad y a los servicios de atención a los ancianos. Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos; una especie de eutanasia colectiva.


Que es perfectamente factible lo indica el hecho de que sea España, en estos momentos, el país de la UE (de los 15) que dedica menor parte de su renta a pagar las pensiones (8,8%). Por el contrario, Alemania, Holanda, Francia, Austria e Italia gastan todos ellos en pensiones más del 12% del PIB. Existe por tanto margen suficiente para incrementar el gasto en pensiones. El reducido importe a que ascienden las prestaciones sociales en nuestro país tiene su contrapartida en los siete puntos de diferencia con la media europea (de los 15) que presenta la presión fiscal en España.


La verdadera amenaza para el sistema público de pensiones se encuentra en una concepción neoliberal de la economía que ha criminalizado los impuestos, de manera que ninguna formación política se atreve a proponer una política fiscal más agresiva. Las continuas rebajas fiscales como es lógico perfectamente dirigidas a beneficiar especialmente a las rentas de capital, a las empresas y a los contribuyentes de ingresos altos están vaciando de contenido el sistema tributario, minorando su progresividad y limitándolo a la imposición indirecta y a gravámenes sobre las rentas de trabajo, al tiempo que reducen su futuro potencial recaudatorio. El colmo de la esquizofrenia, pero una esquizofrenia muy rentable para algunos consiste en proponer hace unos meses la bajada de varios puntos de las cotizaciones y afirmar ahora que se precisa una reforma para que el sistema sea viable.


Juan Francisco Martín Seco es economista

Fuente: Público



domingo, 7 de febrero de 2010

Davos y las pensiones

Fue precisamente en Davos, hace más de una década, cuando Tietmeyer, entonces gobernador del poderoso Bundesbank, decretó el fin de la soberanía popular. “Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”, dijo. Era el grito de guerra de un nuevo capitalismo triunfante que, fundamentado en la libre circulación de capitales, se postulaba sin límites ni barreras y que exigía que todo se rindiese a la lógica del mercado.


Se ha visto a dónde nos ha conducido tal sistema: al borde del abismo. El año pasado, en febrero, las fuerzas económicas y sus satélites acudieron también a Davos, aunque en esta ocasión fueron humildemente, recubiertos todos ellos con el sayal de penitente y dispuestos a implorar al sector público que los protegiese del caos. Pero ha bastado un año, sólo un año, para que vuelvan a las andadas y, una vez salvados, sin importarles un ápice los cadáveres que dejan atrás, han regresado desafiantes a la ciudad de los Alpes dispuestos a plantar cara a los gobiernos, a imponerlos sus condiciones y a impedir cualquier regulación.


Como manifestación de su poder, han sentado en el banquillo de los acusados a tres países, no del Tercer Mundo sino de la Unión Europea –España, Grecia y Lituania–, escogiendo como fiscal al presidente del Banco Central Europeo y como jueces, a las agencias de calificación, las mismas que contribuyeron a la crisis dando la máxima valoración al papel basura que infectó la economía internacional. Y lo peor es que, al menos en el caso España, su estrategia ha tenido éxito, porque el Gobierno –tras caer inocentemente en la trampa de comparecer en tal foro– se ha apresurado a dar un giro a la derecha y a asumir las tesis de las fuerzas más conservadoras.


El Gobierno presenta un plan para realizar fuertes recortes del gasto en un presupuesto que apenas lleva un mes en vigor. Poco importa que la economía española se encuentre aún lejos de salir de la crisis y que estas medidas contradigan los planes de estímulo y obstaculicen la recuperación. De nada vale que el stock de deuda pública sea de los más bajos de la Unión Europea y que nuestras dificultades provengan del endeudamiento privado y no del público. No cuenta que nuestro déficit se haya originado fundamentalmente por la contracción de la recaudación, causada en parte por la baja actividad y en parte por una política fiscal que durante estos últimos 12 años ha desarmado los tributos progresivos. Qué más da que la congelación de la oferta pública de empleo lo único que consiga sea incrementar el enorme paro existente. Es igual, los mercados han hablado y hay que obedecer.


El Gobierno ha asumido la tesis de la derecha de que el sistema público de pensiones es inviable y hay que reducir, por tanto, las prestaciones. Resulta lo mismo que las proyecciones demográficas sean todas cuestionables. De nada vale afirmar que en ninguna parte esté dicho que sean únicamente los trabajadores los que tengan que sostener con sus cotizaciones las pensiones, como si los otros impuestos no contasen, principalmente los que se giran sobre las sociedades y las rentas de capital. Es igual, los mercados se han manifestado y hay que inclinarse ante ellos.


Juan Francisco Martín Seco. Público