viernes, 29 de noviembre de 2013

La productividad, el reparto del trabajo y las pensiones

En los comienzos de la industrialización los obreros contemplaban las máquinas como una gran amenaza, pensaban que podían robarles su puesto de trabajo. Su preocupación en lo inmediato no carecía de cierta lógica. Veían que allí donde se necesitaban cien trabajadores, una vez mecanizada la producción eran suficientes cincuenta para fabricar lo mismo. Sin embargo, andando el tiempo se ha visto que los descubrimientos científicos, la tecnología y la mecanización han hecho posible el desarrollo y han elevado el nivel y la calidad de vida de la clase trabajadora. Y todo ello gracias a los incrementos de productividad, que, aunque algunos pretendan confundir ambos conceptos, dista mucho de identificarse con la competitividad. De hecho, hoy la mayoría de los países y de las empresas buscan la competitividad prescindiendo de la productividad por el mecanismo de hundir las condiciones laborales y sociales.

Podemos afirmar sin lugar a equivocarnos que en el origen del desarrollo social y económico de las sociedades se encuentran los enormes incrementos de productividad acaecidos a lo largo de los años. Pero ha sido necesario algo más: un pensamiento y una ideología que propugnase que todos los ciudadanos se beneficiasen de esos incrementos de modo que no fuesen destinados únicamente a aumentar el excedente empresarial. Esas mejoras deberían servir para acrecentar las rentas del capital, sí, pero también para subir los salarios, e incluso para mantener económicamente a aquellos que coyunturalmente no puedan trabajar, y todo ello mediante el incremento de los ingresos del Estado que redundaría en beneficio de todos los ciudadanos a través de las prestaciones sociales.

Los incrementos de productividad favorecieron a los trabajadores mediante dos vías diferentes. En primer lugar, por un incremento de sus retribuciones abandonando las retribuciones de subsistencia, y rompiendo así la ley de bronce de los salarios y desmintiendo a Malthus, a David Ricardo e incluso a Marx. En segundo lugar, disminuyendo la cantidad de trabajo que deberían aportar, no solo mediante la reducción de la jornada de trabajo, sino también por el sistema de acortar su vida laboral.

Los incrementos de la productividad y su reparto hicieron posible superar los salarios de miseria, pero también que la jornada laboral fuese reduciéndose progresivamente, y que los niños y las mujeres saliesen de las fábricas y abandonasen las condiciones inhumanas que, por ejemplo, nos narra Dickens. Poco a poco se fue retrasando la edad de incorporación al mercado laboral, con lo que se generalizó la educación e instrucción de los menores. Se creó un nuevo reparto de funciones en el seno de la familia. Ya no resultaba necesario el trabajo en el exterior de todos sus miembros y, por regla general, era el varón el que alquilaba su fuerza de trabajo en el mercado laboral mientras que la mujer se dedicaba al cuidado de la casa, de la prole y de los ancianos.

Según iba aumentando la esperanza de vida, se posibilitó, además, gracias a la participación del Estado en los incrementos de productividad (impuestos, cotizaciones etc.), que no hubiera que continuar trabajando hasta el último minuto de la existencia puesto que se podía contar con una pensión digna. Y era la participación del Estado también la que garantizaba que incluso en los momentos de crisis económica los parados disfrutasen de una prestación económica hasta que encontrasen empleo. Si en un principio la población activa coincidía con la población total, exceptuando a los nobles y algunos burgueses que vivían de las rentas, progresivamente sin embargo fue viable que un porcentaje cada vez menor de trabajadores, con una jornada incluso más reducida, produjesen más y mantuviesen por tanto a la población total. Trabajar menos y cobrar más.

Todo ello era posible gracias a los incrementos de productividad y a su reparto. Ciertamente que no todo fue perfecto, que su aplicación no fue total y homogénea en todos los países, pero esta era la tendencia y sobre todo la teoría sobre la que se asentaban las sociedades, discurso que si en un momento recibió el nombre de socialdemócrata, fue asumido de forma más o menos total por las otras fuerzas políticas y sus principios incluidos en las constituciones de los distintos países.

Desde hace ya bastantes años, la tendencia no obstante ha cambiado. Ciertamente no es que hoy hayan disminuido la innovación y la tecnología y que por lo mismo los incrementos de productividad sean menores, todo lo contrario. El problema está en el reparto. Según se han ido imponiendo los principios del neoliberalismo económico y se ha ido extendiendo la libre circulación de capitales, estos imponen sus exigencias a las sociedades y a los gobiernos, y reclaman para sí todo el aumento de la productividad, incluso pretenden que salarios y pensiones no se actualicen de acuerdo con la inflación, es decir, que esta se convierta en sus manos en un arma para transferir rentas a su favor. La consigna ahora es la de ese buen presidente de la patronal ahora en la cárcel: trabajar más y cobrar menos.

La mujer se ha incorporado de nuevo al mercado de trabajo, lo que podría haber sido muy positivo desde el punto de vista de los derechos femeninos si hubiese venido acompañado de una nueva distribución funcional en el seno de la familia, con la reducción de la jornada laboral de ambos cónyuges, o al menos con la asunción de determinadas funciones por el Estado (guarderías, cuidado de ancianos, enfermos, etc.), lo que hubiese precisado de una apropiación por parte del Estado del incremento de productividad. Nada de eso se ha hecho, las jornadas laborales son cada vez más elevadas y el sector público se desentiende progresivamente de sus funciones sociales. El resultado es que la familia aporta en la actualidad al mercado laboral el doble de horas de trabajo. La Oficina Presupuestaria del Congreso de los EE UU, al analizar las modificaciones producidas en la distribución de la renta tras el gobierno de Reagan, llegó a la conclusión de que en la mayoría de los hogares los ingresos seguían siendo similares, con la diferencia de que ahora eran dos los sueldos que los producían, es decir, el doble de horas trabajadas.

El nuevo discurso aparece en todo su esplendor en el tema de las pensiones, puesto que basa la inviabilidad de estas en el incremento de la esperanza de vida y en la reducción del porcentaje entre activos y pasivos. Pero es que precisamente los incrementos de productividad para lo que deben servir es para que cada generación pueda vivir mejor que la anterior, trabajando menos horas a lo largo de toda la vida, lo que incluye que la proporción entre sus etapas activa y pasiva disminuya. En los últimos treinta años la productividad en la economía de los países se ha incrementado de forma espectacular, pero, dados los avances tecnológicos, todo hace prever que en el futuro lo pueda hacer en un porcentaje aún mayor. ¿Dónde se encuentra entonces la dificultad? Tan solo en el sistema de reparto, en la pretensión del capital y de las clases altas de apropiarse de todo el incremento de la productividad.

Juan Fco Martín Seco
República.com

martes, 26 de noviembre de 2013

Un poder judicial tutelado

El actual régimen constitucional cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es verdaderamente independiente?

La cuestión no es baladí, puesto que el Poder Judicial es un garante público de los deberes de todos, incluidas las instituciones, respecto de los ciudadanos (hablo de deberes, y no de derechos de los ciudadanos, porque sin aquéllos éstos son papel mojado, como se ha tratado de argumentar en El libro de los deberes, editado por el profesor Estévez Araujo y Trotta editorial).

Desde mi punto de vista, no se ha visto que gobierno alguno de este primer régimen constitucional desde la guerra civil haya tenido el menor interés en que exista un verdadero poder judicial independiente; ha preferido una independencia, digamos, relativa, incompleta: decididamente inacabada.

Es preciso explicar por qué. Y la explicación incluye varios factores. El más destacable fue la perplejidad del constituyente de 1978 ante la magistratura heredada. Tenía ante sí un cuerpo de magistrados complejo: parte importante de él había surgido de las "oposiciones patrióticas" del franquismo de los años cuarenta. Los funcionarios anteriores habían sido depurados muy duramente por el régimen. En el ámbito del derecho penal la magistratura había sido muy dúctil a los diseños del franquismo.

De modo que los poderes constitucionales optaron por anticipar la jubilación de los magistrados, para librarse de los más antiguos, y someter a tutela al poder judicial. Una tutela en realidad innecesaria para el sistema constitucional, pues en los cuerpos judicial y fiscal también habían brotado con fuerza el antifranquismo y las aspiraciones a la democracia. En seguida se advirtió, con excepciones que fueron objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por jueces y fiscales del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del poder judicial apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio militar, minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el gobierno del Psoe (el movimiento pacifista de objetores de conciencia, hoy olvidado, fue una gran aportación, masiva y de gran calidad moral, a la democracia en España).

Sin embargo el resultado de aquella "solución" de los años setenta es que todavía hoy no existe en España un Poder Judicial independiente de los otros poderes del Estado, sino un poder judicial tutelado y disminuido, situación que explica las dificultades de este poder para reprimir la rampante corrupción que afecta principalmente, todo hay que decirlo, a los poderes tutelantes. No hay un poder judicial independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.

Esa falta de independencia, esa tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:

En primer lugar, en la dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado. El carácter político y no judicial de esta Fiscalía se pone de manifiesto en los cambios también políticos en las jefaturas de las fiscalías de las audiencias cada vez que hay una mutación de gobierno significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir órdenes, generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de ellos dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal vistos por la superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las órdenes pueden referirse al modo de enfocar los procedimientos, pero también, por supuesto, órdenes de actuar y sobre todo órdenes de no actuar. Los criterios de actuación punitiva pública tienden a quedar así politizados y mediatizada la consciencia moral de los fiscales en los casos de mayor relevancia para los ciudadanos.

Un poder judicial independiente debería integrar en su seno al ministerio fiscal, separándolo por completo del poder ejecutivo. El público debe saber que los fiscales son magistrados como los demás, que han superado las mismas pruebas de selección que los jueces, y que por tanto están plenamente capacitados profesionalmente para ser integrados en un poder judicial independiente del poder ejecutivo del Estado.

El gobierno del poder judicial radica en España en el Consejo General del Poder Judicial. Con él se establece la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos mayoritarios— del Poder Judicial.

Es escandaloso que, a las claras, los partidos mayoritarios —formalmente, el parlamento— disputen los puestos de poder en el CGPJ. Esa disputa muestra tanto la importancia que atribuyen al Consejo General, en cuyas decisiones pretenden influir, como la dependencia del poder legislativo de un poder del Estado que tendría que ser también independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual es un órgano claramente politizado. (Y lo será todavía más si llegan a materializarse las propuestas al respecto del ministro Ruiz Gallardón.)

También es escandalosa, dicho sea entre paréntesis, la complacencia de la prensa, que no denuncia esta situación; más bien parece que está encantada de tener algo que contar acerca de las disputas de los partidos políticos al respecto.

La tutela del Poder Judicial por los demás poderes del Estado se manifiesta igualmente en la inexistencia de una auténtica policía judicial, dependiente orgánica y no sólo funcionalmente de los magistrados. Los gobiernos hacen uso de la dependencia orgánica de la policía y otros instrumentos de los jueces para interferir en los procesos. Y lo hacen a veces con el mayor descaro y de forma escandalosa; así, hemos visto la sustitución por el gobierno del equipo policial que auxiliaba al magistrado instructor del caso Noos, o la del grupo de funcionarios de Hacienda en la instrucción judicial del caso Gürtel.

Un Poder Judicial independiente debe contar con una policía judicial y organismos auxiliares dependientes funcional y orgánicamente de él, y también con el auxilio funcional de todos los cuerpos administrativos del Estado siempre que lo necesite. La urgente revisión democrática y soberana de la Constitución —soberana, por recurso a la ciudadanía: esto es, contrapuesta a los cambios pactados por arriba en el excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe establecer claramente este punto.

Por otra parte la dependencia de los gobiernos de la administración de justicia en España la pone de manifiesto su escasez de medios, la cicatería que los sucesivos gobiernos han opuesto al buen funcionamiento del poder judicial. Basta comparar una oficina judicial cualquiera con una notaría, o incluso con una procuraduría de los tribunales, para comprender la infradotación de medios del Poder Judicial.

Conciliar independencia judicial con democracia

El poder judicial debe ser independiente tanto del ejecutivo como del legislativo —de otro modo depende de la partitocracia—. Y la policía judicial y demás medios de investigación no deben guardar con el poder judicial sólo una dependencia funcional, pues la dependencia orgánica del ejecutivo es causa de interferencias.

La falta de democracia de la justicia no la disimula el artificio de los juicios con jurado, carentes de tradición en nuestro país, y menos cuando la prensa realiza juicios paralelos que dan lugar a falsas expectativas (recuérdese el caso Wanninkhof, con condena unánime de persona inocente). La experiencia de magistrados, fiscales y demás operadores jurídicos es mejor contención de la influencia de la prensa ansiosa de noticias que unas personas sin experiencia de las situaciones judiciales.

¿Es posible articular un poder judicial de magistrados profesionales con el principio democrático?

Es obviamente posible si para los órganos de gobierno de la magistratura se recurre a la ciudadanía, a la soberanía popular. Por ejemplo, indirectamente, mediante la elección de compromisarios —cincuenta, por ejemplo— encargados de dirimir la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. O incluso por elección directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se celebran comicios para asuntos menos importantes, como la diputación al parlamento europeo, ente aún casi decorativo.)

Por supuesto, un poder judicial independiente debe incluir a la fiscalía y una policía judicial, como ya defendió P. Calamandrei para la constitución italiana. La diferencia entre juces y fiscales sólo ha de ser funcional, siendo ambos magistrados.

Por último, un poder judicial independiente debería gobernarse por consenso y no mediante la formación de mayorías.

Hay sistemas electorales y de decisión que evitan la formación de mayorías y minorías; aunque el ejemplo parlamentario los haya eclipsado, tienen tradición y peso históricos:

Una técnica electoral es el doble voto —bola blanca y bola negra, voto y veto— usada en los monasterios medievales para la decisiva cuestión de la elección del abad, que podía dividir a la comunidad de los monjes o entregar su gobierno a personas no deseadas por grupos amplios de ellos. El sistema del doble voto para cada elector conduce a la elección de las personas que obtienen el mayor consenso de todos.

Otra técnica electoral son las votaciones eliminatorias sucesivas de candidatos —combinada o no con la primera—, que tampoco crea contraposición entre vencedores y vencidos, sino maduración de la decisión y consenso.

Como señalaba Antonio Gramsci, hay problemas que no se resuelven por la formación de mayorías, sino por la maduración de las decisiones.

Recurrir a la soberanía popular, a la intervención de los ciudadanos —sin eliminar del proceso electoral las manifestaciones de preferencias de los partidos políticos, pero tampoco las de los sindicatos, organizaciones no gubernamentales y asociaciaciones de ciudadanos— permitiría erigir un Poder Judicial independiente y democrático a la vez: justamente lo que necesitamos.

¿Se resolverían automáticamente los problemas de la Justicia con un poder judicial independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el habitus de quienes tienen a su cargo administrar justicia.

La independencia facilita algo muy importante en los funcionarios: el valor. Pues se necesita valentía para no temer la influencia porosa, osmótica, a veces, y otras expresa y potente, prepotente, de otros poderes del estado y de poderes económicos y mediáticos. La independencia y el valor de los funcionarios permitiría dar una mejor respuesta judicial a la corrupción.

(Para que quede claro a qué me estoy refiriendo recordaré el caso del juez de la audiencia nacional al que le correspondía instruir lo que luego fue conocido como el caso Lasa y Zabala, esto es, un caso gravísimo de terrorismo de Estado. Aquel magistrado no se atrevió a enfrentarse con eso y abandonó la magistratura por el ejercicio privado de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente instruyó el caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra causa y expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación entre una cosa y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación hubiera quedado en simple error judicial.)

Creo que para ejercer la actividad judicial se necesita realmente el valor, la valentía, para no tener que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a formar parte generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales, cuando puedan saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la intromisión de poderes políticos y sociales. La independencia del poder judicial está para eso.

Y para estimular a los magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus no correspondientes siquiera a esa ficción de igualdad que es el igualitarismo político, aspectos por fortuna ya no mayoritarios; para superar el burocratismo funcional.

En lo que respecta al habitus específico de los fiscales, su integración plena en un poder judicial independiente facilitaría que vieran su tarea no como fundamentalmente acusatoria sino, más en profundidad, como garantes de los derechos procesales de los ciudadanos. (El Tribunal Supremo ha estimado en casación numerosos recursos por violación de las garantías procesales. Pero no se conoce uno solo de esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por la fiscalía, lo que muestra una significativa mutilación de su habitus institucional.)

La independencia judicial, ¿utopía o necesidad?

Lo que he propugnado puede parecer una utopía, aunque es simplemente una prolongación de la Ilustración jurídica; es preciso impedir que ésta se venga abajo sin un recambio adecuado.

Pues donde en realidad estamos es en el despliegue de una cacotopía que puede llevarse por delante el universo de los derechos y las garantías generalizados.

Hemos visto volatilizarse el derecho a la intimidad y a la seguridad en las comunicaciones por las posibilidades abiertas por la informática a las empresas de esta rama industrial y a los más potentes Estados. Hemos visto el espionaje masivo a gobiernos y empresas. Hemos visto asesinatos mediante drones, sin juicio, como si la represión del terrorismo fuera una acción de guerra, lo que no deja de ser una ficción jurídica. Hemos visto la porosidad y la mutilación de las soberanías nacionales. Hemos visto los horrores de las intervenciones armadas del llamado "derecho internacional humanitario", que generan centenares de miles, o millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos visto realizado el dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces equivale a una verdad, incrementado el poder de repetición por la industria de producción de contenidos de conciencia.

Hemos entrado en un mundo de barbarie donde el poder se deslocaliza y el derecho, que siempre ha estado asociado a la territorialidad, se vuelve crecientemente impotente. La gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.

Incluso si este proyecto barbarizante no prospera, sí prosperarán tecnologías e internacionalizaciones. En el futuro van a ser necesarias formas nuevas y ágiles de colaboración internacional de la justicia, o incluso podría verse el despliegue amplio de una verdadera justicia internacional, de un arbitraje de los inevitables conflictos.

Un poder judicial fuerte e independiente puede ser, en primer lugar, un dique local frente a la barbarización.

Personalmente, por la previsión de lo que se nos echa encima, no soy optimista. Es el pesimismo de la inteligencia. Pero en cambio veo con realismo y también optimismo las prácticas personales y grupales que generan cambios, que sostienen valores, que inducen a la innovación incluso institucional. Pues es en las prácticas buenas e innovadoras donde se generan las voluntades de vivir dentro de un horizonte de expectativas no diré que justo, pero sí, al menos, razonable y por eso perfectible.

Juan Ramón Capella
Mientras Tanto

Juan-Ramón Capella

El actual régimen constitucional cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es verdaderamente independiente?
La cuestión no es baladí, puesto que el Poder Judicial es un garante público de los deberes de todos, incluidas las instituciones, respecto de los ciudadanos (hablo de deberes, y no de derechos de los ciudadanos, porque sin aquéllos éstos son papel mojado, como se ha tratado de argumentar en El libro de los deberes, editado por el profesor Estévez Araujo y Trotta editorial).
Desde mi punto de vista, no se ha visto que gobierno alguno de este primer régimen constitucional desde la guerra civil haya tenido el menor interés en que exista un verdadero poder judicial independiente; ha preferido una independencia, digamos, relativa, incompleta: decididamente inacabada.
Es preciso explicar por qué. Y la explicación incluye varios factores. El más destacable fue la perplejidad del constituyente de 1978 ante la magistratura heredada. Tenía ante sí un cuerpo de magistrados complejo: parte importante de él había surgido de las "oposiciones patrióticas" del franquismo de los años cuarenta. Los funcionarios anteriores habían sido depurados muy duramente por el régimen. En el ámbito del derecho penal la magistratura había sido muy dúctil a los diseños del franquismo.
De modo que los poderes constitucionales optaron por anticipar la jubilación de los magistrados, para librarse de los más antiguos, y someter a tutela al poder judicial. Una tutela en realidad innecesaria para el sistema constitucional, pues en los cuerpos judicial y fiscal también habían brotado con fuerza el antifranquismo y las aspiraciones a la democracia. En seguida se advirtió, con excepciones que fueron objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por jueces y fiscales del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del poder judicial apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio militar, minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el gobierno del Psoe (el movimiento pacifista de objetores de conciencia, hoy olvidado, fue una gran aportación, masiva y de gran calidad moral, a la democracia en España).
Sin embargo el resultado de aquella "solución" de los años setenta es que todavía hoy no existe en España un Poder Judicial independiente de los otros poderes del Estado, sino un poder judicial tutelado y disminuido, situación que explica las dificultades de este poder para reprimir la rampante corrupción que afecta principalmente, todo hay que decirlo, a los poderes tutelantes. No hay un poder judicial independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.
Esa falta de independencia, esa tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:
En primer lugar, en la dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado. El carácter político y no judicial de esta Fiscalía se pone de manifiesto en los cambios también políticos en las jefaturas de las fiscalías de las audiencias cada vez que hay una mutación de gobierno significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir órdenes, generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de ellos dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal vistos por la superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las órdenes pueden referirse al modo de enfocar los procedimientos, pero también, por supuesto, órdenes de actuar y sobre todo órdenes de no actuar. Los criterios de actuación punitiva pública tienden a quedar así politizados y mediatizada la consciencia moral de los fiscales en los casos de mayor relevancia para los ciudadanos.
Un poder judicial independiente debería integrar en su seno al ministerio fiscal, separándolo por completo del poder ejecutivo. El público debe saber que los fiscales son magistrados como los demás, que han superado las mismas pruebas de selección que los jueces, y que por tanto están plenamente capacitados profesionalmente para ser integrados en un poder judicial independiente del poder ejecutivo del Estado.
El gobierno del poder judicial radica en España en el Consejo General del Poder Judicial. Con él se establece la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos mayoritarios— del Poder Judicial.
Es escandaloso que, a las claras, los partidos mayoritarios —formalmente, el parlamento— disputen los puestos de poder en el CGPJ. Esa disputa muestra tanto la importancia que atribuyen al Consejo General, en cuyas decisiones pretenden influir, como la dependencia del poder legislativo de un poder del Estado que tendría que ser también independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual es un órgano claramente politizado. (Y lo será todavía más si llegan a materializarse las propuestas al respecto del ministro Ruiz Gallardón.)
También es escandalosa, dicho sea entre paréntesis, la complacencia de la prensa, que no denuncia esta situación; más bien parece que está encantada de tener algo que contar acerca de las disputas de los partidos políticos al respecto.
La tutela del Poder Judicial por los demás poderes del Estado se manifiesta igualmente en la inexistencia de una auténtica policía judicial, dependiente orgánica y no sólo funcionalmente de los magistrados. Los gobiernos hacen uso de la dependencia orgánica de la policía y otros instrumentos de los jueces para interferir en los procesos. Y lo hacen a veces con el mayor descaro y de forma escandalosa; así, hemos visto la sustitución por el gobierno del equipo policial que auxiliaba al magistrado instructor del caso Noos, o la del grupo de funcionarios de Hacienda en la instrucción judicial del caso Gürtel.
Un Poder Judicial independiente debe contar con una policía judicial y organismos auxiliares dependientes funcional y orgánicamente de él, y también con el auxilio funcional de todos los cuerpos administrativos del Estado siempre que lo necesite. La urgente revisión democrática y soberana de la Constitución —soberana, por recurso a la ciudadanía: esto es, contrapuesta a los cambios pactados por arriba en el excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe establecer claramente este punto.
Por otra parte la dependencia de los gobiernos de la administración de justicia en España la pone de manifiesto su escasez de medios, la cicatería que los sucesivos gobiernos han opuesto al buen funcionamiento del poder judicial. Basta comparar una oficina judicial cualquiera con una notaría, o incluso con una procuraduría de los tribunales, para comprender la infradotación de medios del Poder Judicial.
Conciliar independencia judicial con democracia
El poder judicial debe ser independiente tanto del ejecutivo como del legislativo —de otro modo depende de la partitocracia—. Y la policía judicial y demás medios de investigación no deben guardar con el poder judicial sólo una dependencia funcional, pues la dependencia orgánica del ejecutivo es causa de interferencias.
La falta de democracia de la justicia no la disimula el artificio de los juicios con jurado, carentes de tradición en nuestro país, y menos cuando la prensa realiza juicios paralelos que dan lugar a falsas expectativas (recuérdese el caso Wanninkhof, con condena unánime de persona inocente). La experiencia de magistrados, fiscales y demás operadores jurídicos es mejor contención de la influencia de la prensa ansiosa de noticias que unas personas sin experiencia de las situaciones judiciales.
¿Es posible articular un poder judicial de magistrados profesionales con el principio democrático?
Es obviamente posible si para los órganos de gobierno de la magistratura se recurre a la ciudadanía, a la soberanía popular. Por ejemplo, indirectamente, mediante la elección de compromisarios —cincuenta, por ejemplo— encargados de dirimir la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. O incluso por elección directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se celebran comicios para asuntos menos importantes, como la diputación al parlamento europeo, ente aún casi decorativo.)
Por supuesto, un poder judicial independiente debe incluir a la fiscalía y una policía judicial, como ya defendió P. Calamandrei para la constitución italiana. La diferencia entre juces y fiscales sólo ha de ser funcional, siendo ambos magistrados.
Por último, un poder judicial independiente debería gobernarse por consenso y no mediante la formación de mayorías.
Hay sistemas electorales y de decisión que evitan la formación de mayorías y minorías; aunque el ejemplo parlamentario los haya eclipsado, tienen tradición y peso históricos:
Una técnica electoral es el doble voto —bola blanca y bola negra, voto y veto— usada en los monasterios medievales para la decisiva cuestión de la elección del abad, que podía dividir a la comunidad de los monjes o entregar su gobierno a personas no deseadas por grupos amplios de ellos. El sistema del doble voto para cada elector conduce a la elección de las personas que obtienen el mayor consenso de todos.
Otra técnica electoral son las votaciones eliminatorias sucesivas de candidatos —combinada o no con la primera—, que tampoco crea contraposición entre vencedores y vencidos, sino maduración de la decisión y consenso.
Como señalaba Antonio Gramsci, hay problemas que no se resuelven por la formación de mayorías, sino por la maduración de las decisiones.
Recurrir a la soberanía popular, a la intervención de los ciudadanos —sin eliminar del proceso electoral las manifestaciones de preferencias de los partidos políticos, pero tampoco las de los sindicatos, organizaciones no gubernamentales y asociaciaciones de ciudadanos— permitiría erigir un Poder Judicial independiente y democrático a la vez: justamente lo que necesitamos.
¿Se resolverían automáticamente los problemas de la Justicia con un poder judicial independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el habitus de quienes tienen a su cargo administrar justicia.
La independencia facilita algo muy importante en los funcionarios: el valor. Pues se necesita valentía para no temer la influencia porosa, osmótica, a veces, y otras expresa y potente, prepotente, de otros poderes del estado y de poderes económicos y mediáticos. La independencia y el valor de los funcionarios permitiría dar una mejor respuesta judicial a la corrupción.
(Para que quede claro a qué me estoy refiriendo recordaré el caso del juez de la audiencia nacional al que le correspondía instruir lo que luego fue conocido como el caso Lasa y Zabala, esto es, un caso gravísimo de terrorismo de Estado. Aquel magistrado no se atrevió a enfrentarse con eso y abandonó la magistratura por el ejercicio privado de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente instruyó el caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra causa y expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación entre una cosa y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación hubiera quedado en simple error judicial.)
Creo que para ejercer la actividad judicial se necesita realmente el valor, la valentía, para no tener que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a formar parte generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales, cuando puedan saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la intromisión de poderes políticos y sociales. La independencia del poder judicial está para eso.
Y para estimular a los magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus no correspondientes siquiera a esa ficción de igualdad que es el igualitarismo político, aspectos por fortuna ya no mayoritarios; para superar el burocratismo funcional.
En lo que respecta al habitus específico de los fiscales, su integración plena en un poder judicial independiente facilitaría que vieran su tarea no como fundamentalmente acusatoria sino, más en profundidad, como garantes de los derechos procesales de los ciudadanos. (El Tribunal Supremo ha estimado en casación numerosos recursos por violación de las garantías procesales. Pero no se conoce uno solo de esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por la fiscalía, lo que muestra una significativa mutilación de su habitus institucional.)
La independencia judicial, ¿utopía o necesidad?
Lo que he propugnado puede parecer una utopía, aunque es simplemente una prolongación de la Ilustración jurídica; es preciso impedir que ésta se venga abajo sin un recambio adecuado.
Pues donde en realidad estamos es en el despliegue de una cacotopía que puede llevarse por delante el universo de los derechos y las garantías generalizados.
Hemos visto volatilizarse el derecho a la intimidad y a la seguridad en las comunicaciones por las posibilidades abiertas por la informática a las empresas de esta rama industrial y a los más potentes Estados. Hemos visto el espionaje masivo a gobiernos y empresas. Hemos visto asesinatos mediante drones, sin juicio, como si la represión del terrorismo fuera una acción de guerra, lo que no deja de ser una ficción jurídica. Hemos visto la porosidad y la mutilación de las soberanías nacionales. Hemos visto los horrores de las intervenciones armadas del llamado "derecho internacional humanitario", que generan centenares de miles, o millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos visto realizado el dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces equivale a una verdad, incrementado el poder de repetición por la industria de producción de contenidos de conciencia.
Hemos entrado en un mundo de barbarie donde el poder se deslocaliza y el derecho, que siempre ha estado asociado a la territorialidad, se vuelve crecientemente impotente. La gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.
Incluso si este proyecto barbarizante no prospera, sí prosperarán tecnologías e internacionalizaciones. En el futuro van a ser necesarias formas nuevas y ágiles de colaboración internacional de la justicia, o incluso podría verse el despliegue amplio de una verdadera justicia internacional, de un arbitraje de los inevitables conflictos.
Un poder judicial fuerte e independiente puede ser, en primer lugar, un dique local frente a la barbarización.
Personalmente, por la previsión de lo que se nos echa encima, no soy optimista. Es el pesimismo de la inteligencia. Pero en cambio veo con realismo y también optimismo las prácticas personales y grupales que generan cambios, que sostienen valores, que inducen a la innovación incluso institucional. Pues es en las prácticas buenas e innovadoras donde se generan las voluntades de vivir dentro de un horizonte de expectativas no diré que justo, pero sí, al menos, razonable y por eso perfectible.
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jueves, 21 de noviembre de 2013

La gran mentira de la sanidad privada en 8 gráficos

“El mercado es más eficiente que el Estado gestionando la sanidad”
Desde que comenzó la crisis escucho cada vez más este argumento.
Podríamos abrir un debate filosófico al respecto. Pero en realidad no hace falta: hay datos.
Entre los países ricos existen dos grandes grupos en cuanto a cobertura sanitaria: EEUU y el resto. La diferencia entre estos dos “universos” puede observarse bien en este primer gráfico.

¿Qué porcentaje de la población tiene garantizada la protección sanitaria a través de un programa público?
porcentaje-cubierta-publico

Antes de continuar, hagamos algunos matices importantes. En EEUU hay ciertos programas públicos: Medicare, Medicaid, Veteran Health Administration, etc. (de ahí el 27% del gráfico anterior). En el “resto del mundo” las formas de gestión sanitaria no son exactamente iguales. En algunos países el Estado emplea directamente a los médicos (Reino Unido, España), en otros países la mayoría de las consultas son privadas pero el Estado paga las facturas (Francia) y también existe el “modelo suizo” donde la gestión se deja en manos privadas pero el Estado regula muy fuertemente a las compañías (ningún ciudadano puede quedarse sin seguro sanitario y las familias pobres tienen subsidios para pagarlo).

Si el mercado es más eficiente que el Estado gestionando la sanidad privada, entonces en EEUU la sanidad será muy barata y en el resto de países muy cara, ¿no?
Ocurre todo lo contrario, los estadounidenses son quienes más dinero se gastan en su sanidad (linea negra del gráfico)

gasto-sanitario

Bueno, quizás en EEUU la sanidad sea muy cara, pero los resultados serán mucho mejores que en el resto de los países, ¿no?
Todo lo contrario. EEUU tiene los peores índices sanitarios entre los países ricos. Veamos por ejemplo su mortalidad infantil.
mortalidad-infantil

¿Y la esperanza de vida?

esperanza

Otro ejemplo: amputaciones de extremidades inferiores por diabetes.

amputacion-diabetes

Entonces se gastarán tanto porque van mucho más al médico que el resto del mundo, ¿no?
Que no, que no.

visitas-medicas

Bueno, pero siendo tan caro, seguro que las listas de espera no existen, ¿verdad?
Error.

same-day-next-day-appointment
OECD, Health Care Data

En el país más rico y poderoso del planeta, más de un tercio de los enfermos no pueden seguir un tratamiento por problemas económicos.

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OECD Health Care Data

Cada vez que escucho que “el mercado libre el más eficiente que el Estado gestionando la sanidad” tengo una respuesta clara: mira los datos.

Alberto Sicilia (Principia Marsupia)
Público.es

domingo, 10 de noviembre de 2013

Agua: bien público

El agua ¿es un bien público o un nuevo producto financiero? Es muy sugerente el debate que se está generando a nuestro alrededor con productos como el agua, el gas o la electricidad, en las condiciones que provoca la crisis económica.

El pasado fin de semana, los ciudadanos de Berlín votaron por la remunicipalización de la red eléctrica de la ciudad, en manos de una multinacional. Los que votaron (menos del quórum exigido) lo hicieron a favor de que la electricidad volviera a manos públicas locales. Hace unos meses, Hamburgo lo consiguió y ahora se plantea repetir la votación con el gas. Desde hace aproximadamente cinco o seis años, decenas de municipios alemanes (alrededor de 170) han recuperado el control para sus Ayuntamientos de sectores como el agua, el gas y la electricidad.

Lo cual da lugar a un curioso fenómeno: mientras la UE (y la troika) recomienda la privatización de estos servicios, los ciudadanos afectados se oponen a la misma. Como informa la revista Alternativas Económicas, la postura de la UE choca frontalmente con la legislación comunitaria, que establece que “los Tratados no prejuzgan en modo alguno el régimen de propiedad en los Estados miembros”.

Las instituciones favorecen la privatización de servicios básicos, a los ciudadanos mayoritariamente no les gusta, y muchos Ayuntamientos entran en la operación por sus deudas (o por otros motivos): esperan reducir gastos y obtener réditos. Antes de Alemania fueron los italianos los que se resistieron a la política privatizadora de servicios esenciales de Berlusconi, y en 2010, París remunicipalizó el servicio del agua y se lo arrebató a gigantes como Veolia y Suez. Mientras unos países tienen asegurado constitucionalmente el carácter público del suministro de agua, en otros (por ejemplo, Reino Unido) es casi enteramente privado. En el borrador de acuerdo que negocian en este momento democristianos y socialdemócratas en Alemania para formar una gran coalición se califica a estos servicios como “responsabilidad genuina del Estado”.

La gestión del suministro de agua está en manos públicas en el 85% de EE UU, en el 100% en Japón y en la mayoría de las ciudades europeas; por el contrario, en España, el 57% de la población está abastecido por empresas privadas, según Alternativas Económicas. Dada la habitual falta de transparencia de los procesos privatizadores, conviene seguir con atención lo que está sucediendo en grandes ciudades como Barcelona y Madrid. Mientras en la capital catalana está sometido a tensiones jurídicas el proceso y adjudicación del abastecimiento a cinco millones de personas, en Madrid esá detenida de momento la privatización del 49% de la propiedad del Canal de Isabel II, la operación que tanto gusta al presidente de la Comunidad, Ignacio González. Mientras tanto, esta empresa trata de aglutinar a su alrededor al mayor número de municipios, que pueden ver en el futuro cómo su agua deviene en un producto financiero más.

Joaquín Estefanía
El País

sábado, 9 de noviembre de 2013

Las pensiones no se tocan

Es sorprendente el marginal debate y las pocas movilizaciones surgidas alrededor de la reforma de las pensiones que el gobierno quiere aprobar antes de fin de año. La gravedad de la reforma se puede constatar en los presupuestos públicos de 2014 presentados las últimas semanas. "Las pensiones aumentan un 0,25%" titulaban falazmente los medios de comunicación convencionales. Si la inflación es superior al 0,25%, y raramente no lo es, las pensiones no suben sino que bajan. Lo cierto es que las pensionistas cobraran cada vez menos. El gobierno reducirá las pensiones tanto futuras como actuales, algo insólito hasta el momento. Las consecuencias pueden ser dramáticas dado que las prestaciones son actualmente muy limitadas y miles de familias con todos sus miembros parados sobreviven gracias a la pensión de los padres, madres, abuelos y abuelas. En cambio, esta reforma podría ser una oportunidad para movilizar un amplio sector de la población en la defensa de un derecho que hasta ahora creíamos un pilar intocable del estado de bienestar. El Seminari d'economia crítica Taifa ha publicado recientemente un breve informe con el que desenmascara los argumentos y denuncia las consecuencias de esta reforma. Me limito a recojer los ejes del debate y los argumentos que han de servir para concienciar una población golpeada por la crisis y los programas de ajuste.

Las pensiones no tienen relación directa con la crisis económica. Los poderes políticos y económicos planteaban esta cuestión mucho antes del estallido de la crisis. El sistema de pensiones público es uno de los objetivos a derrocar de la agenda neoliberal desde hace décadas. La estrategia de deterioro de las pensiones públicas empieza con la reducción de las prestaciones. El argumento central que utilizan los "comités de sabios", siempre formados por representantes de la banca y las aseguradoras, es que el sistema de pensiones es insostenible. Las causas que presentan son que la esperanza de vida aumenta progresivamente al mismo tiempo que hay menos cotizantes a causa de la caída de la población activa. A partir de esta idea extienden la alarma social pregonando que a largo plazo no habrá dinero para pagar las pensiones públicas.

La actual reforma se centra en dos índices de aparente carácter técnico. Por un lado, el Factor de Equidad Intergeneracional (FEI) a través del cual los nuevos jubilados verán reducirse anualmente el importe de su pensión en función del aumento de la esperanza de vida. Por otro lado, el Factor de Revalorización Anual (FRA) afectará a todos los jubilados, futuros y presentes, a través de la eliminación de la revalorización por el IPC -índice de precios al consumo que mide la inflación. La referencia al IPC será substituida por una complicada fórmula que acabará provocando la reducción de la capacidad de compra de las pensiones pues difícilmente aumentará por encima de la inflación.

Observamos una vez más como el lenguaje tecnocrático y opaco es una herramienta utilizada por los gobiernos para hacer creer a la población que las reformas impuestas son la única y adecuada alternativa. Las trampas de estos argumentos son múltiples, y se podría extraer una lectura política sobre la distribución del excedente social producido por los y las trabajadoras. Pero en un nivel más superficial ya encontramos flagrantes falacias.

No hay ningún motivo económico que justifique que el presupuesto de pensiones haya de estar constantemente en equilibrio o superávit. A ninguna otra partida del presupuesto público se le exige que se autofinancie dado que son los ingresos vía impuestos que cubren una serie de gastos e inversiones. Por qué las pensiones han de pagarse exclusivamente con las cotizaciones de los trabajadores? Si entendemos que los ancianos son un sector de la población del que hemos de hacernos cargo el conjunto de esta, también las rentas al capital, y otros impuestos, podrían aportar al fondo de pensiones. Por qué no se considera un aumento de los ingresos del sistema de pensiones? Si hace falta solucionar la actual situación de déficit, presente únicamente hace dos años y minúsculo comparado con el déficit de otras partidas de la administración, se podría aumentar las cotizaciones de los trabajadores activos y de las empresas o bien crear un impuesto a tal efecto o destinar una parte de los ingresos de los impuestos ya existentes.

El número de trabajadores, ciertamente menguante por la destrucción productiva causante de la crisis, es un dato secundario. Lo que importa es la riqueza producida. Los aumentos de la productividad gracias a los avances tecnológicos de las últimas décadas han permitido a la economía producir más mercancías con menos trabajadores. Dejando ahora de lado, aunque no hay que olvidarlo, lo que esto supone en términos de generación de un creciente ejército de reserva y de la intrínseca caída tendencial de la tasa de ganancia del capital. De este modo, los bienes y servicios, o valores de uso, que sirven para cubrir las necesidades de las personas son progresivamente mayores. No es necesario observar que para producirlos ha hecho falta menos trabajadores sino que se genera una riqueza creciente en proporción a una población dada. De este modo, el problema se desplazaría hacia lo relevante del debate: la distribución de la riqueza.

El otro elemento importante, que explica por qué se recupera ahora el debate de las pensiones, es que en el contexto de crisis es más fácil aprobar este tipo de medidas antipopulares. La reforma de las pensiones públicas casa perfectamente con las políticas de ajuste centradas en los recortes del gasto público, la privatización del patrimonio y los servicios públicos y la liberalización de la economía. Por otro lado, la capacidad de reacción de la población, masivamente desocupada y endeudada y atemorizada por el futuro incierto, es muy reducida.

Una vez tengamos pensiones tan reducidas que no sea posible sobrevivir con ellas, el gobierno y los promotores de la reforma recomendarán la contratación de pensiones privadas, no sólo individuales sino también colectivas, de empresa, algo que algunas instituciones públicas ya han aplicado a sus funcionarios. Las pensiones privadas han aumentado fuertemente los últimos años pero parece que no lo suficiente según los intereses de las instituciones financieras. La insultante explicación que se encuentra en la mayoría de informes de la patronal y del sector financiero es que las pensiones públicas "son demasiado generosas", y por ello los ahorradores no contratan pensiones privadas. En cambio, la pensión media es de 858 euros: la media de jubilación es de 982 euros y la media de viudez es de 618 euros. A pesar de que estos importes son modestos, las medias no siempre explican la magnitud del problema. Según la fundación FOESSA y Cáritas, el 57% de los pensionistas perciben una cantidad inferior a 650 euros (umbral de pobreza) y el 13% percibe menos de 350 euros (nivel de pobreza severa). La mitad de la población pensionista en España es pobre. Pero para los expertos financieros las pensiones son "demasiado generosas".

Las pensiones privadas gozan de importantes desgravaciones fiscales en la declaración de la renta. Si realmente hay que aplicar recortes y reformas para reducir el déficit, y si realmente no hay dinero para las pensiones públicas, por qué se desgravan las pensiones privadas? La respuesta se encuentra en el modelo de fiscalidad que promueve favorecer sistemáticamente el capital y la población con rentas más elevadas excusado bajo la falsa teoría del goteo.

El verdadero objetivo de la reforma es la privatización de las pensiones, algo que permitiría al capital financiero gestionar ingentes ahorros a través de los fondos de pensiones privados con destino a los mercados financieros globales. Esta es una palanca más de la acumulación por desposesión a través de la cual el capital quiere ocupar el espacio de un derecho social que hasta el momento se escapaba de su lógica de valorización.

La consecuencia de la reforma de las pensiones será, claramente, el aumento de la pobreza y las desigualdades. A parte del elevado riesgo que comporta depositar los ahorros de una vida en un fondo privado. El sector financiero, el realmente existente, no las utopías de la economía ortodoxa premiada con Nobeles, se caracteriza, como hemos visto últimamente, por la inestabilidad, las crisis y las prácticas fraudulentas. De verdad queremos confiar nuestros ahorros de jubilación a las mismas instituciones de las agencias de evaluación de riesgo, de la crisis de las hipotecas basura, de la especulación con deuda pública, de la burbuja inmobiliaria y los desahucios? Nos hemos vuelto locos?

Otros argumentos como el alto coste de gestión de las pensiones privadas, la baja rentabilidad, etc. y un mayor detalle en las consecuencias de la reforma lo encontraran en el informe presentado por el Seminario de economía crítica Taifa: Las propuestas sobre las pensiones y las trampas que ellas  plantean.

En resumen, si no hay recursos para mantener el sistema de pensiones público no se entiende de donde pueden salir los recursos para las pensiones privadas. La crisis de las pensiones no es una verdad técnica. Es una construcción política e ideológica. Si se considera el tema en toda su amplitud tal crisis no existe. Es de vital importancia frenar esta reforma. La única manera de defensar el derecho a una pensión digna es la misma como se consiguió: la lucha y la movilización social.

Ivan Gordillo, miembro del Seminario de economía crítica Taifa