Su aparición y desarrollo ha cambiado radicalmente nuestra manera de alimentarnos y de consumir, supeditando estas necesidades básicas a una lógica mercantil y a los intereses económicos de las grandes corporaciones del sector. Se produce, se distribuye y se come aquello que se considera más rentable, obviando la calidad de nuestra alimentación. Aditivos, colorantes y conservantes se han convertido en algo cotidiano en la elaboración de lo que comemos. En Estados Unidos, por ejemplo, debido a la generalización de la comida rápida, se calcula que cada ciudadano toma anualmente 52 kilos de aditivos, lo que genera crecientes dosis de intolerancia y alergias. Lo publicitado como “natural” no tiene nada de ecológico y es resultado de procesos de transformación química. Nuestra alimentación, lejos de lo que producen los ciclos de cultivo tradicionales en el campo, acaba desembocando en una alimentación “desnaturalizada” y de laboratorio. ¿Sus consecuencias? Obesidad, desequilibrios alimentarios, colesterol, hipertensión… y los costes acaban siendo socializados y asumidos por la sanidad pública.
Los alimentos “viajeros” son otra cara del actual modelo de alimentación. La mayor parte de lo que comemos viaja entre 2.500 y 4.000 kilómetros antes de llegar a nuestra mesa, con el consiguiente impacto medioambiental, cuando, paradójicamente, estos mismos productos son elaborados a nivel local. La energía utilizada para mandar unas lechugas de Almería a Holanda, por ejemplo, acaba siendo tres veces superior a la utilizada para cultivarlas. Nos encontramos ante un modelo productivo que induce a la uniformización y a la estandarización alimentaria, abandonando el cultivo de variedades autóctonas en favor de aquellas que tienen una mayor demanda por parte de la gran distribución, por sus características de color, tamaño, etc. Se trata de abaratar los costes de producción, aumentar el precio final del producto y conseguir el máximo beneficio económico.
No en vano, según el sindicato agrario COAG, los precios en origen de los alimentos han llegado a multiplicarse hasta por 11 en destino, existiendo una diferencia media de 390% entre el precio en origen y el final. Se calcula que más del 60% del beneficio del precio del producto va a parar a la gran distribución. La situación de monopolio en el sector es total: cinco grandes cadenas de supermercados controlan la distribución de más de la mitad de los alimentos que se compran en el Estado español acaparando un total del 55% de la cuota de mercado. Si a estas les sumamos la distribución realizada por las dos principales centrales de compra mayoristas, llegamos a la conclusión de que sólo 7 empresas controlan el 75% de la distribución de alimentos. Esta misma dinámica se observa en muchos otros países de Europa. En Suecia, tres cadenas de supermercados tienen el 95,1% de la cuota de mercado; en Dinamarca tres compañías controlan el 63,8%; y en Bélgica, Austria y Francia unas pocas empresas dominan más del 50%.
Una tendencia que se prevé aún mayor en los próximos años y que se visualiza muy claramente a partir de lo que se ha venido en llamar la “teoría del embudo”: millones de consumidores por un lado, miles de campesinos por el otro y tan sólo unas pocas empresas controlan la cadena de distribución de alimentos. En Europa, se contabilizan unos 160 millones de consumidores en un extremo de la cadena, unos tres millones de productores en el otro y, en medio, unas 110 centrales y grupos de compra controlan el sector. Este monopolio tiene graves consecuencias no sólo en el agricultor y en el consumidor, sino también en el empleo, en el medio ambiente, en el comercio local, en el modelo de consumo.
Pero existen alternativas. En un planeta con recursos naturales finitos es imprescindible llevar a cabo un consumo responsable y consumir en función de lo que realmente necesitamos, es decir, combatir un consumismo excesivo, antiecológico y superfluo. En lo práctico, podemos abastecernos través de los circuitos cortos y de proximidad, en mercados locales y participar, en la medida de lo posible, en cooperativas de consumidores de productos agroecológicos, cada vez más numerosas en todo el Estado, que funcionan a nivel barrial y que, a partir de un trabajo autogestionado, establecen relaciones de compra directa con los campesinos y productores de su entorno.
Así mismo es necesario actuar colectivamente para establecer alianzas entre distintos sectores sociales afectados por este modelo de distribución comercial y por el impacto de la globalización capitalista: campesinos, trabajadores, consumidores, mujeres, inmigrantes, jóvenes… Un cambio de paradigma en la producción, la distribución y el consumo de alimentos sólo será posible en un marco más amplio de transformación política, económica y social, y para conseguirlo es fundamental el impulso de espacios de resistencia, transformación y movilización social.
Esther Vivas es Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (CEMS) Universitat Pompeu Fabra
Fuente: Público
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