domingo, 29 de diciembre de 2013

La crisis, la LOMCE y PISA

Durante este poco feliz año 2013 continuaron los recortes en el gasto público con los cuales Europa intenta superar la crisis económica, y que tan arbitrariamente distribuye nuestro gobierno, así como las protestas de los sectores afectados, en particular la enseñanza; la OCDE publicó los resultados de PISA, el examen de las competencias cognitivas básicas de los alumnos de quince años, con los mismos resultados de las ediciones anteriores (aquí no se ha notado la crisis, pero muchos países europeos empeoraron sus puntuaciones). Menos mal que las Cortes aprobaron la LOMCE (Ley Orgánica calidad de la Educación, también llamada ley Wert), que, modificando algunos artículos de la ley anterior, pretende ni más ni menos que ayudar a superar la crisis económica mejorando las puntuaciones del país en PISA.

¿Qué futuro puede augurarse a tales ilusiones? En realidad, la mayor parte de los cambios que introduce la LOMCE son de poca relevancia. Unos responden al patrón de ‘legislación expresiva’ apropiada para afirmar la propia identidad partidaria y aglutinar a la parroquia. Así, a los 16 principios de la LOE se añaden otros dos, el derecho de los padres a elegir educación y la libertad de enseñanza, copiando sin novedad la Constitución; se ha añadido el espíritu emprendedor a los objetivos de la educación primaria, y se han colocado por doquier menciones al ‘emprendimiento’; se quitan competencias a los Consejos Escolares y se le dan al director; se elimina la educación para la ciudadanía como asignatura, volviendo al enfoque “transversal’ de la LOGSE, y al tiempo se pone la Religión en el lugar que según la Iglesia Católica le corresponde. Son cambios buenos para contentar a los votantes en el plano simbólico o ideológico, pero de nula influencia en los resultados académicos, y no digamos en la competitividad de la economía.

Otros cambios son más pragmáticos, pues no sólo de ideología vive un partido. Por ejemplo, se autoriza a financiar centros que separan chicos y chicas, una aspiración por ahora limitada a ciertos católicos radicales; se favorece a la enseñanza privada introduciendo la ‘demanda social’ como criterio para la creación de centros, y se legaliza la cesión de suelo público para la construcción de centros privados. En los planes de estudio gana mucho la Economía y pierden la música y las artezs. Pero nadie va a confundir los favores que la LOMCE pueda procurar a ciertos intereses particulares con el cambio de modelo productivo.

La uniformidad de la enseñanza (comprensividad) en la adolescencia es quizás el problema más complejo e ideologizado de todo el sistema educativo. La LOMCE pretende aliviarlo con itinerarios más rígidos y tempranos que los actuales. Las ‘diversificaciones curriculares’ se sustituyen por ‘programas de mejora’, que se adelantan a los 13 años; las 56 opciones que permite la LOCE en cuarto de ESO (tres asignaturas de entre ocho) quedan reducidas a 9 por la separación entre un itinerario académico, donde se eligen dos asignaturas de cuatro, y uno profesional donde se eligen dos de tres. A cambio, se introduce una opción más, la Formación Profesional Básica, ampliación de la Garantía Social de la LOGSE y los PCPI de la LOCE, que dura dos cursos –cuarto de ESO y uno más- y conduce a un título con el que se puede ingresas en el nivel medio de la FP. Queda por ver en cuánto este nuevo arreglo disminuirá la repetición y el abandono temprano, como sus defensores prometen, y en cuánto aumentará la segregación y el clasismo, que es lo que auguran sus adversarios.

La novedad más importante de la LOMCE son las ‘reválidas’ al final de la ESO y del Bachillerato. No cabe duda de que establecer criterios claros y objetivos para la obtención de los títulos es algo positivo en términos de igualdad y de información. Pero en la práctica, todo depende de que se apliquen bien las pruebas adecuadas, como bien reconoce el propio preámbulo de la LOMCE. Por el momento los augurios no pueden ser peores. Si las pruebas han de ser ‘homologables a las que se realizan en el ámbito internacional y, en especial, a las de la OCDE”, entonces se van a medir competencias básicas que no sirven para evaluar la enseñanza propiamente escolar, según concluyen los propios informes PISA.

Los exámenes centrales merman la autonomía pedagógica de los centros, pero la LOMCE intenta aumentar la de gestión, creyendo que, combinada con los exámenes centrales, va a mejorar los resultados del sistema. Tal creencia se basa en evidencia producida por PISA, que ha revelado poco sólida. Los hallazgos iniciales, basados en PISA 2003, quedaron muy debilitados en PISA 2009, y exangües en PISA 2012, que se limita a constatar que en los sistemas con mejores resultados las escuelas tienen mayor autonomía en asuntos de curriculum y de evaluación.

¿Qué cabe, en fin, esperar de la LOMCE? No la catástrofe que algunos auguran, quizás confundiendo la Ley con los recortes que la han precedido. Tampoco, desde luego, las mejoras que otros prometen, apoyándose en deleznables correlaciones. Lo más probable es que, como la LOCE y la LOE, tenga efectos pequeños y discutibles.

Julio Carabaña. Catedrático en Sociología y experto en Educación de la Universidad Complutense de Madrid
Público.es
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jueves, 19 de diciembre de 2013

Obligación y voluntariedad de la asignatura de Religión

Desde que la educación en España comenzó a dejar de ser nacionalcatólica, allá con la Ley General de Educación (LGE) de 1970, la alternativa a la religión no ha dejado de ser un problema a la hora de organizarla en Colegios e Institutos. En esto (tampoco en esto), ni el regreso de la democracia ni la revisión del Concordato de 1953, realizada entre 1976 y 1979, aportan nada nuevo.

Con la LGE se creó la fórmula de “oferta obligatoria y elección voluntaria” tan afecta a la partitocracia del consenso que acometió la llamada “transición a la democracia”, la cual heredó y conservó la estructura de poder del Estado, feliz ante la expectativa de “acomodar” el franquismo sociológico. Una de las pruebas es esta, la cuestión de la religión en la escuela, donde el artículo 27 de la Constitución y los Acuerdos sobre enseñanza y asuntos culturales, sólo vinieron a dar carta de naturaleza a lo que ya se estaba haciendo.

En esa fórmula se encuentra el nudo gordiano del problema. En primer lugar, que la obligatoriedad pase del alumno al Centro evidencia que quien plantea esta fórmula se encuentra lejos de concebir tanto la posibilidad de una protección efectiva de la libertad de conciencia de los menores, como la necesidad de una enseñanza confesionalmente neutra que dé cabida a todos para poderse encontrar en el espacio público. Por un lado la protección de la libertad de conciencia queda anulada a partir del momento que se concede a los Centros y a sus Consejos Escolares la categoría de intérpretes del Derecho Civil, pasando a depender por tanto dicha interpretación de sus respectivas idiosincrasias formadas y forjadas bajo el nacionalcatolicismo. Además, la protección efectiva de la libertad de conciencia queda eliminada en la medida que los Colegios y los Institutos se llenan de sacerdotes en una primera oleada y de seglares minuciosamente elegidos en función de su ideología en una segunda oleada, que forman una red de parafuncionarios que no sólo evangelizan en las clases sino que pasan a pertenecer a unos Claustros generalmente apáticos pero sensibilizados ante sus “situaciones personales”. A día de hoy, por ejemplo, en muchas comunidades autónomas este parafuncionariado tiene más derechos que el profesorado interino y más estabilidad de destino que buena parte de los funcionarios de carrera, ante la indiferencia y pasividad de unos profesionales y unos representantes sindicales que expresan como pueden el virus, inoculado en sus cerebros de pequeñitos para controlar su conciencia, llamado “temor de Dios”.

Por otro lado, la neutralidad confesional real, en democracia, sólo pasa por la igualdad negativa de todas las convicciones (religiosas y no religiosas), dado que una interpretación positiva, como pretende hacer el pluriconfesionalismo travestido de aconfesional que padecemos, no es ni posible económicamente ni deseable para desterrar la discriminación de convicciones que tantos siglos de persecuciones, sufrimiento y muerte nos ha legado. Esa igualdad negativa en el trato público de todas las convicciones sólo se consigue a partir del momento en que el estado actual de la ciencia se convierte en criterio de una actuación curricular y pedagógica, tanto para las Administraciones como para los profesionales que transforman y contextualizan las normativas en realidades palpables. En este sentido plantear sacar la religión del horario lectivo como hace el PSOE, posible constitucionalmente, más allá de la crítica por hipócrita y electoralmente oportunista, es una propuesta que continúa vinculando al parafuncionariado de catequistas con los Centros educativos, por muy voluntaria que sea su elección. Tan sólo dos cuestiones al respecto: ¿cómo se garantizaría “la libre elección del alumnado” de transporte? ¿Qué problema existe en que las confesiones utilicen sus propios establecimientos para formar a sus fieles, lugares financiados ya de por sí con abundante dinero público?

En segundo lugar, la elección voluntaria presenta múltiples vías de coacción, desde los contextos de secularización social en los que aplica, hasta la autónoma y no siempre mal intencionada interpretación de los Centros para organizar la “alternativa” a la religión o materia “espejo”. En cualquier caso, la laxitud y la desidia con que los Centros y la Inspección Educativa han asumido la aplicación de las disposiciones legales tan solo ha supuesto nuevos focos de conflictividad tanto a nivel organizativo como a nivel social en relación al trato recibido por los alumnos.

Dejando a un lado la simbología confesional en espacios comunes que a día de hoy se mantiene en Centros públicos, especialmente de Primaria, o la organización de actividades extracurriculares y complementarias, de obligada participación y de carácter confesional, no cabe duda que no tomarse en serio la organización de la Atención Educativa (la “alternativa”) ha supuesto un amortiguador contraproducente para la toma de conciencia de lo pernicioso del problema de la religión en la escuela. Los datos ayudan a confirmar esta idea: según una reciente encuesta realizada a 600 profesores, casi el 80% de los encuestados no quiere que la religión sea evaluable como prevé la LOMCE, pero por otro lado, en una mezcla de irresponsabilidad profesional y de venganza con finalidad “progre”, a la hora de impartir la materia de Atención Educativa, en aquellos Centros en los que se oferta —hecho que no ocurre en todos, con la conformidad latente de la Inspección Educativa— se hace todo lo posible para vaciarla de contenido, por muy “no curricular” que deba ser, convirtiéndola en una hora de guardería o situando la materia al final del horario de la jornada lectiva. ¡Ocultando el impacto confesionalista en la Escuela! ¿O acaso debe valorarse positivamente su efecto en la progresiva disminución, año tras año, del alumnado en la materia de Religión? Olvidando la explicación multicausal de los hechos, pensar que convertir la “alternativa” en hora libre atraería a más alumnado en detrimento de la materia de Religión, sólo desvela la naturaleza del progresismo de salón, de revolucionario de fin de semana que únicamente pretende satisfacer su hipócrita instinto anticlerical sin abordar las cuestiones de fondo. Pensar y actuar de este modo sólo justifica un retroceso normativo tal y como supone la LOMCE en este ámbito. De hecho, altos representantes del Ministerio de Educación, como la Secretaria de Estado de Educación, Montserrat Gomendio, justifican la reforma en base a que en la “alternativa” no se hace “literalmente nada”.

España es un país de soberanía limitada. Sólo desde el respeto y la no discriminación a la pluralidad de convicciones, con la consiguiente articulación normativa que haga posible la convivencia libre y en pie de igualdad de las conciencias, será posible una soberanía sin tutelajes particularistas, sean religiosos o de cualquier otro tipo.

Mientras tanto, todo sigue igual: educación confesionalizada de facto y con exigencias insaciables de la Conferencia Episcopal, red de catequistas infiltrados con aspiraciones a consolidar su “funcionariado” y legitimación del adoctrinamiento religioso con dinero público y en Centros públicos. Para mayor desgracia, se alimenta un asunto que solo contribuye a la ideologización de la educación y su consiguiente politización y electorización.

M. A. López Muñoz es profesor de Filosofía y director en un Instituto de Enseñanza Secundaria
Mientras Tanto
Desde que la educación en España comenzó a dejar de ser nacionalcatólica, allá con la Ley General de Educación (LGE) de 1970, la alternativa a la religión no ha dejado de ser un problema a la hora de organizarla en Colegios e Institutos. En esto (tampoco en esto), ni el regreso de la democracia ni la revisión del Concordato de 1953, realizada entre 1976 y 1979, aportan nada nuevo.
Con la LGE se creó la fórmula de “oferta obligatoria y elección voluntaria” tan afecta a la partitocracia del consenso que acometió la llamada “transición a la democracia”, la cual heredó y conservó la estructura de poder del Estado, feliz ante la expectativa de “acomodar” el franquismo sociológico. Una de las pruebas es esta, la cuestión de la religión en la escuela, donde el artículo 27 de la Constitución y los Acuerdos sobre enseñanza y asuntos culturales, sólo vinieron a dar carta de naturaleza a lo que ya se estaba haciendo.
En esa fórmula se encuentra el nudo gordiano del problema. En primer lugar, que la obligatoriedad pase del alumno al Centro evidencia que quien plantea esta fórmula se encuentra lejos de concebir tanto la posibilidad de una protección efectiva de la libertad de conciencia de los menores, como la necesidad de una enseñanza confesionalmente neutra que dé cabida a todos para poderse encontrar en el espacio público. Por un lado la protección de la libertad de conciencia queda anulada a partir del momento que se concede a los Centros y a sus Consejos Escolares la categoría de intérpretes del Derecho Civil, pasando a depender por tanto dicha interpretación de sus respectivas idiosincrasias formadas y forjadas bajo el nacionalcatolicismo. Además, la protección efectiva de la libertad de conciencia queda eliminada en la medida que los Colegios y los Institutos se llenan de sacerdotes en una primera oleada y de seglares minuciosamente elegidos en función de su ideología en una segunda oleada, que forman una red de parafuncionarios que no sólo evangelizan en las clases sino que pasan a pertenecer a unos Claustros generalmente apáticos pero sensibilizados ante sus “situaciones personales”. A día de hoy, por ejemplo, en muchas comunidades autónomas este parafuncionariado tiene más derechos que el profesorado interino y más estabilidad de destino que buena parte de los funcionarios de carrera, ante la indiferencia y pasividad de unos profesionales y unos representantes sindicales que expresan como pueden el virus, inoculado en sus cerebros de pequeñitos para controlar su conciencia, llamado “temor de Dios”.
Por otro lado, la neutralidad confesional real, en democracia, sólo pasa por la igualdad negativa de todas las convicciones (religiosas y no religiosas), dado que una interpretación positiva, como pretende hacer el pluriconfesionalismo travestido de aconfesional que padecemos, no es ni posible económicamente ni deseable para desterrar la discriminación de convicciones que tantos siglos de persecuciones, sufrimiento y muerte nos ha legado. Esa igualdad negativa en el trato público de todas las convicciones sólo se consigue a partir del momento en que el estado actual de la ciencia se convierte en criterio de una actuación curricular y pedagógica, tanto para las Administraciones como para los profesionales que transforman y contextualizan las normativas en realidades palpables. En este sentido plantear sacar la religión del horario lectivo como hace el PSOE, posible constitucionalmente, más allá de la crítica por hipócrita y electoralmente oportunista, es una propuesta que continúa vinculando al parafuncionariado de catequistas con los Centros educativos, por muy voluntaria que sea su elección. Tan sólo dos cuestiones al respecto: ¿cómo se garantizaría “la libre elección del alumnado” de transporte? ¿Qué problema existe en que las confesiones utilicen sus propios establecimientos para formar a sus fieles, lugares financiados ya de por sí con abundante dinero público?
En segundo lugar, la elección voluntaria presenta múltiples vías de coacción, desde los contextos de secularización social en los que aplica, hasta la autónoma y no siempre mal intencionada interpretación de los Centros para organizar la “alternativa” a la religión o materia “espejo”. En cualquier caso, la laxitud y la desidia con que los Centros y la Inspección Educativa han asumido la aplicación de las disposiciones legales tan solo ha supuesto nuevos focos de conflictividad tanto a nivel organizativo como a nivel social en relación al trato recibido por los alumnos.
Dejando a un lado la simbología confesional en espacios comunes que a día de hoy se mantiene en Centros públicos, especialmente de Primaria, o la organización de actividades extracurriculares y complementarias, de obligada participación y de carácter confesional, no cabe duda que no tomarse en serio la organización de la Atención Educativa (la “alternativa”) ha supuesto un amortiguador contraproducente para la toma de conciencia de lo pernicioso del problema de la religión en la escuela. Los datos ayudan a confirmar esta idea: según una reciente encuesta realizada a 600 profesores, casi el 80% de los encuestados no quiere que la religión sea evaluable como prevé la LOMCE, pero por otro lado, en una mezcla de irresponsabilidad profesional y de venganza con finalidad “progre”, a la hora de impartir la materia de Atención Educativa, en aquellos Centros en los que se oferta —hecho que no ocurre en todos, con la conformidad latente de la Inspección Educativa— se hace todo lo posible para vaciarla de contenido, por muy “no curricular” que deba ser, convirtiéndola en una hora de guardería o situando la materia al final del horario de la jornada lectiva. ¡Ocultando el impacto confesionalista en la Escuela! ¿O acaso debe valorarse positivamente su efecto en la progresiva disminución, año tras año, del alumnado en la materia de Religión? Olvidando la explicación multicausal de los hechos, pensar que convertir la “alternativa” en hora libre atraería a más alumnado en detrimento de la materia de Religión, sólo desvela la naturaleza del progresismo de salón, de revolucionario de fin de semana que únicamente pretende satisfacer su hipócrita instinto anticlerical sin abordar las cuestiones de fondo. Pensar y actuar de este modo sólo justifica un retroceso normativo tal y como supone la LOMCE en este ámbito. De hecho, altos representantes del Ministerio de Educación, como la Secretaria de Estado de Educación, Montserrat Gomendio, justifican la reforma en base a que en la “alternativa” no se hace “literalmente nada”.
España es un país de soberanía limitada. Sólo desde el respeto y la no discriminación a la pluralidad de convicciones, con la consiguiente articulación normativa que haga posible la convivencia libre y en pie de igualdad de las conciencias, será posible una soberanía sin tutelajes particularistas, sean religiosos o de cualquier otro tipo.
Mientras tanto, todo sigue igual: educación confesionalizada de facto y con exigencias insaciables de la Conferencia Episcopal, red de catequistas infiltrados con aspiraciones a consolidar su “funcionariado” y legitimación del adoctrinamiento religioso con dinero público y en Centros públicos. Para mayor desgracia, se alimenta un asunto que solo contribuye a la ideologización de la educación y su consiguiente politización y electorización.

[M. A. López Muñoz es profesor de Filosofía y director en un Instituto de Enseñanza Secundaria]
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martes, 10 de diciembre de 2013

Los fondos públicos aportan más de un tercio del negocio de la sanidad privada

Entre conciertos y privatizaciones de servicios las administraciones aportan 2.500 millones al sector, lo que supone un 37% de su facturación total.

La Federación Nacional de Clínicas Privadas asegura que la concertación ha bajado un 15% y que los pagos en 30 días sólo se dan en un 11% de los casos

Buena parte del dinero que mantiene pujante el negocio de la sanidad privada sigue llegando desde las arcas públicas. Inexorablemente, mientras los Gobiernos destinan menos recursos a la sanidad pública, el sector privado crece y se nutre, en buena parte, de dinero de los impuestos que se trasvasa hacia centros de empresas privadas.

El volumen de negocio de las clínicas privadas no ha sufrido merma por la crisis económica con crecimiento. En 2012 la facturación ascendió a 6.125 millones de euros, un 0,4% más que el año anterior. 1.702 millones procedieron de conciertos con las administraciones públicas, un 27,8%. Pero no se queda ahí la financiación pública de las compañías sanitarias, ya que la facturación de las contratistas a las que alguna comunidad autónoma, como Madrid o Valencia, cede la asistencia en hospitales o centros de salud añadió otros 800 millones, un incremento del 10% respecto a 2011. Así, el sector se embolsó 2.500 millones de las haciendas públicas, un 37,7% de todos sus ingresos.

Esta situación de "marcada dependencia" según explica la Federación Nacional de Clínicas Privadas (FNCP), es delicada incluso para esta patronal, ya que "sólo el 11% de las facturas se abonan en 30 días", cuentan. Incluso aseguran que un tercio de clínicas acumula más de un millón de euros adeudados. Y eso que la FNCP calcula que los conciertos han disminuido "un 15%". 

La Federación de Asociaciones por la Defensa de la Sanidad Pública analiza, en cambio, que este proceso sigue la lógica de un plan que parte del Gobierno y se apoya en las empresas del sector. Entre otros aspectos, destacan "la generalización de la atención sanitaria de funcionarios mediante acuerdos con aseguradoras privadas o la privatización de recursos con la gestión de centros por parte de contratistas".

Estos aspectos están desde hace mucho tiempo en las agendas de las empresas sanitarias y de algunos dirigentes políticos. El 23 de mayo de 2012, en el hotel Hesperia de Madrid, se produjo un encuentro especializado en Gestión de Clínicas. Se habló de "la visión del nuevo Gobierno sobre el papel que debe desempeñar la sanidad privada en el sistema sanitario" o de "nuevas líneas de actuación en la participación público-privada". A 1.150 euros por asistente y patrocinada por Asisa, la inauguración corrió a cargo de José Ignacio Echániz, el consejero de Sanidad de Castilla-La Mancha y secretario del sector del Partido Popular. Entre los ponentes aparecía el director de Colaboración Público-Privada de Deloitte, el de Servicios Hospitalarios de Acciona, del Grupo Quirón… El cierre fue reservado para el director General de Hospitales de Madrid, Antonio Burgueño.

Reformas más colaboración privada

La sanidad privada insiste en participar en el diseño del sistema sanitario español. Una agrupación denominada Instituto para el Desarrollo e Integración de la Sanidad (IDIS) reclamó en su barómetro 2013 que se cuente con ellos en la "planificación estratégica". El IDIS tiene entre sus patronos a IDCSalud, Sanitas, Unilabs, Asisa o Adeslas. Su presidente, Iñaki Ereño, considera que el éxito de las "reformas pasa por la colaboración y complementariedad con el sector privado".

Estas demandas no caen en saco roto. Se producen luego de decisiones por parte de los responsables políticos que abundan en estas peticiones. De no ser por la suspension cautelar que los jueces han impuesto, la aportación pública a las cuentas de resultados del negocio sanitario privado habría experimentado un gran empujón. 

El plan privatizador de la Comunidad de Madrid que preveía ceder a contratistas seis hospitales públicos tenía asignados unos 559 millones de euros anuales para las empresas adjudicatarias (Sanitas, Ribera Salud e HIMA San Pablo). Los presupuestos del presidente regional Ignacio González y el consejero Javier Fernández-Lasquetty (PP) incluían en el programa 750 partidas (de la 252BO a la 252HO) pensadas para la privatización. Ese dinero supone un incremento del 69,8% de golpe de la aportación al sector mediante la concesión de servicios (que ascendió a 800 millones en 2012).

No es la única manera de incidir en esa estrategia. En 2012, la Comunidad de Madrid  fue aumentando hasta llegar a un 55% su presupuesto para "asistencia con medios ajenos", de 627 a 972 millones. La patronal de las clínicas admite que "el 70% de los centros privados tiene algún tipo de concierto tanto para las listas de espera como para las pruebas diagnósticas"
 
Raúl Rejón
Eldiario.es
 

viernes, 29 de noviembre de 2013

La productividad, el reparto del trabajo y las pensiones

En los comienzos de la industrialización los obreros contemplaban las máquinas como una gran amenaza, pensaban que podían robarles su puesto de trabajo. Su preocupación en lo inmediato no carecía de cierta lógica. Veían que allí donde se necesitaban cien trabajadores, una vez mecanizada la producción eran suficientes cincuenta para fabricar lo mismo. Sin embargo, andando el tiempo se ha visto que los descubrimientos científicos, la tecnología y la mecanización han hecho posible el desarrollo y han elevado el nivel y la calidad de vida de la clase trabajadora. Y todo ello gracias a los incrementos de productividad, que, aunque algunos pretendan confundir ambos conceptos, dista mucho de identificarse con la competitividad. De hecho, hoy la mayoría de los países y de las empresas buscan la competitividad prescindiendo de la productividad por el mecanismo de hundir las condiciones laborales y sociales.

Podemos afirmar sin lugar a equivocarnos que en el origen del desarrollo social y económico de las sociedades se encuentran los enormes incrementos de productividad acaecidos a lo largo de los años. Pero ha sido necesario algo más: un pensamiento y una ideología que propugnase que todos los ciudadanos se beneficiasen de esos incrementos de modo que no fuesen destinados únicamente a aumentar el excedente empresarial. Esas mejoras deberían servir para acrecentar las rentas del capital, sí, pero también para subir los salarios, e incluso para mantener económicamente a aquellos que coyunturalmente no puedan trabajar, y todo ello mediante el incremento de los ingresos del Estado que redundaría en beneficio de todos los ciudadanos a través de las prestaciones sociales.

Los incrementos de productividad favorecieron a los trabajadores mediante dos vías diferentes. En primer lugar, por un incremento de sus retribuciones abandonando las retribuciones de subsistencia, y rompiendo así la ley de bronce de los salarios y desmintiendo a Malthus, a David Ricardo e incluso a Marx. En segundo lugar, disminuyendo la cantidad de trabajo que deberían aportar, no solo mediante la reducción de la jornada de trabajo, sino también por el sistema de acortar su vida laboral.

Los incrementos de la productividad y su reparto hicieron posible superar los salarios de miseria, pero también que la jornada laboral fuese reduciéndose progresivamente, y que los niños y las mujeres saliesen de las fábricas y abandonasen las condiciones inhumanas que, por ejemplo, nos narra Dickens. Poco a poco se fue retrasando la edad de incorporación al mercado laboral, con lo que se generalizó la educación e instrucción de los menores. Se creó un nuevo reparto de funciones en el seno de la familia. Ya no resultaba necesario el trabajo en el exterior de todos sus miembros y, por regla general, era el varón el que alquilaba su fuerza de trabajo en el mercado laboral mientras que la mujer se dedicaba al cuidado de la casa, de la prole y de los ancianos.

Según iba aumentando la esperanza de vida, se posibilitó, además, gracias a la participación del Estado en los incrementos de productividad (impuestos, cotizaciones etc.), que no hubiera que continuar trabajando hasta el último minuto de la existencia puesto que se podía contar con una pensión digna. Y era la participación del Estado también la que garantizaba que incluso en los momentos de crisis económica los parados disfrutasen de una prestación económica hasta que encontrasen empleo. Si en un principio la población activa coincidía con la población total, exceptuando a los nobles y algunos burgueses que vivían de las rentas, progresivamente sin embargo fue viable que un porcentaje cada vez menor de trabajadores, con una jornada incluso más reducida, produjesen más y mantuviesen por tanto a la población total. Trabajar menos y cobrar más.

Todo ello era posible gracias a los incrementos de productividad y a su reparto. Ciertamente que no todo fue perfecto, que su aplicación no fue total y homogénea en todos los países, pero esta era la tendencia y sobre todo la teoría sobre la que se asentaban las sociedades, discurso que si en un momento recibió el nombre de socialdemócrata, fue asumido de forma más o menos total por las otras fuerzas políticas y sus principios incluidos en las constituciones de los distintos países.

Desde hace ya bastantes años, la tendencia no obstante ha cambiado. Ciertamente no es que hoy hayan disminuido la innovación y la tecnología y que por lo mismo los incrementos de productividad sean menores, todo lo contrario. El problema está en el reparto. Según se han ido imponiendo los principios del neoliberalismo económico y se ha ido extendiendo la libre circulación de capitales, estos imponen sus exigencias a las sociedades y a los gobiernos, y reclaman para sí todo el aumento de la productividad, incluso pretenden que salarios y pensiones no se actualicen de acuerdo con la inflación, es decir, que esta se convierta en sus manos en un arma para transferir rentas a su favor. La consigna ahora es la de ese buen presidente de la patronal ahora en la cárcel: trabajar más y cobrar menos.

La mujer se ha incorporado de nuevo al mercado de trabajo, lo que podría haber sido muy positivo desde el punto de vista de los derechos femeninos si hubiese venido acompañado de una nueva distribución funcional en el seno de la familia, con la reducción de la jornada laboral de ambos cónyuges, o al menos con la asunción de determinadas funciones por el Estado (guarderías, cuidado de ancianos, enfermos, etc.), lo que hubiese precisado de una apropiación por parte del Estado del incremento de productividad. Nada de eso se ha hecho, las jornadas laborales son cada vez más elevadas y el sector público se desentiende progresivamente de sus funciones sociales. El resultado es que la familia aporta en la actualidad al mercado laboral el doble de horas de trabajo. La Oficina Presupuestaria del Congreso de los EE UU, al analizar las modificaciones producidas en la distribución de la renta tras el gobierno de Reagan, llegó a la conclusión de que en la mayoría de los hogares los ingresos seguían siendo similares, con la diferencia de que ahora eran dos los sueldos que los producían, es decir, el doble de horas trabajadas.

El nuevo discurso aparece en todo su esplendor en el tema de las pensiones, puesto que basa la inviabilidad de estas en el incremento de la esperanza de vida y en la reducción del porcentaje entre activos y pasivos. Pero es que precisamente los incrementos de productividad para lo que deben servir es para que cada generación pueda vivir mejor que la anterior, trabajando menos horas a lo largo de toda la vida, lo que incluye que la proporción entre sus etapas activa y pasiva disminuya. En los últimos treinta años la productividad en la economía de los países se ha incrementado de forma espectacular, pero, dados los avances tecnológicos, todo hace prever que en el futuro lo pueda hacer en un porcentaje aún mayor. ¿Dónde se encuentra entonces la dificultad? Tan solo en el sistema de reparto, en la pretensión del capital y de las clases altas de apropiarse de todo el incremento de la productividad.

Juan Fco Martín Seco
República.com

martes, 26 de noviembre de 2013

Un poder judicial tutelado

El actual régimen constitucional cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es verdaderamente independiente?

La cuestión no es baladí, puesto que el Poder Judicial es un garante público de los deberes de todos, incluidas las instituciones, respecto de los ciudadanos (hablo de deberes, y no de derechos de los ciudadanos, porque sin aquéllos éstos son papel mojado, como se ha tratado de argumentar en El libro de los deberes, editado por el profesor Estévez Araujo y Trotta editorial).

Desde mi punto de vista, no se ha visto que gobierno alguno de este primer régimen constitucional desde la guerra civil haya tenido el menor interés en que exista un verdadero poder judicial independiente; ha preferido una independencia, digamos, relativa, incompleta: decididamente inacabada.

Es preciso explicar por qué. Y la explicación incluye varios factores. El más destacable fue la perplejidad del constituyente de 1978 ante la magistratura heredada. Tenía ante sí un cuerpo de magistrados complejo: parte importante de él había surgido de las "oposiciones patrióticas" del franquismo de los años cuarenta. Los funcionarios anteriores habían sido depurados muy duramente por el régimen. En el ámbito del derecho penal la magistratura había sido muy dúctil a los diseños del franquismo.

De modo que los poderes constitucionales optaron por anticipar la jubilación de los magistrados, para librarse de los más antiguos, y someter a tutela al poder judicial. Una tutela en realidad innecesaria para el sistema constitucional, pues en los cuerpos judicial y fiscal también habían brotado con fuerza el antifranquismo y las aspiraciones a la democracia. En seguida se advirtió, con excepciones que fueron objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por jueces y fiscales del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del poder judicial apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio militar, minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el gobierno del Psoe (el movimiento pacifista de objetores de conciencia, hoy olvidado, fue una gran aportación, masiva y de gran calidad moral, a la democracia en España).

Sin embargo el resultado de aquella "solución" de los años setenta es que todavía hoy no existe en España un Poder Judicial independiente de los otros poderes del Estado, sino un poder judicial tutelado y disminuido, situación que explica las dificultades de este poder para reprimir la rampante corrupción que afecta principalmente, todo hay que decirlo, a los poderes tutelantes. No hay un poder judicial independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.

Esa falta de independencia, esa tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:

En primer lugar, en la dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado. El carácter político y no judicial de esta Fiscalía se pone de manifiesto en los cambios también políticos en las jefaturas de las fiscalías de las audiencias cada vez que hay una mutación de gobierno significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir órdenes, generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de ellos dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal vistos por la superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las órdenes pueden referirse al modo de enfocar los procedimientos, pero también, por supuesto, órdenes de actuar y sobre todo órdenes de no actuar. Los criterios de actuación punitiva pública tienden a quedar así politizados y mediatizada la consciencia moral de los fiscales en los casos de mayor relevancia para los ciudadanos.

Un poder judicial independiente debería integrar en su seno al ministerio fiscal, separándolo por completo del poder ejecutivo. El público debe saber que los fiscales son magistrados como los demás, que han superado las mismas pruebas de selección que los jueces, y que por tanto están plenamente capacitados profesionalmente para ser integrados en un poder judicial independiente del poder ejecutivo del Estado.

El gobierno del poder judicial radica en España en el Consejo General del Poder Judicial. Con él se establece la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos mayoritarios— del Poder Judicial.

Es escandaloso que, a las claras, los partidos mayoritarios —formalmente, el parlamento— disputen los puestos de poder en el CGPJ. Esa disputa muestra tanto la importancia que atribuyen al Consejo General, en cuyas decisiones pretenden influir, como la dependencia del poder legislativo de un poder del Estado que tendría que ser también independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual es un órgano claramente politizado. (Y lo será todavía más si llegan a materializarse las propuestas al respecto del ministro Ruiz Gallardón.)

También es escandalosa, dicho sea entre paréntesis, la complacencia de la prensa, que no denuncia esta situación; más bien parece que está encantada de tener algo que contar acerca de las disputas de los partidos políticos al respecto.

La tutela del Poder Judicial por los demás poderes del Estado se manifiesta igualmente en la inexistencia de una auténtica policía judicial, dependiente orgánica y no sólo funcionalmente de los magistrados. Los gobiernos hacen uso de la dependencia orgánica de la policía y otros instrumentos de los jueces para interferir en los procesos. Y lo hacen a veces con el mayor descaro y de forma escandalosa; así, hemos visto la sustitución por el gobierno del equipo policial que auxiliaba al magistrado instructor del caso Noos, o la del grupo de funcionarios de Hacienda en la instrucción judicial del caso Gürtel.

Un Poder Judicial independiente debe contar con una policía judicial y organismos auxiliares dependientes funcional y orgánicamente de él, y también con el auxilio funcional de todos los cuerpos administrativos del Estado siempre que lo necesite. La urgente revisión democrática y soberana de la Constitución —soberana, por recurso a la ciudadanía: esto es, contrapuesta a los cambios pactados por arriba en el excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe establecer claramente este punto.

Por otra parte la dependencia de los gobiernos de la administración de justicia en España la pone de manifiesto su escasez de medios, la cicatería que los sucesivos gobiernos han opuesto al buen funcionamiento del poder judicial. Basta comparar una oficina judicial cualquiera con una notaría, o incluso con una procuraduría de los tribunales, para comprender la infradotación de medios del Poder Judicial.

Conciliar independencia judicial con democracia

El poder judicial debe ser independiente tanto del ejecutivo como del legislativo —de otro modo depende de la partitocracia—. Y la policía judicial y demás medios de investigación no deben guardar con el poder judicial sólo una dependencia funcional, pues la dependencia orgánica del ejecutivo es causa de interferencias.

La falta de democracia de la justicia no la disimula el artificio de los juicios con jurado, carentes de tradición en nuestro país, y menos cuando la prensa realiza juicios paralelos que dan lugar a falsas expectativas (recuérdese el caso Wanninkhof, con condena unánime de persona inocente). La experiencia de magistrados, fiscales y demás operadores jurídicos es mejor contención de la influencia de la prensa ansiosa de noticias que unas personas sin experiencia de las situaciones judiciales.

¿Es posible articular un poder judicial de magistrados profesionales con el principio democrático?

Es obviamente posible si para los órganos de gobierno de la magistratura se recurre a la ciudadanía, a la soberanía popular. Por ejemplo, indirectamente, mediante la elección de compromisarios —cincuenta, por ejemplo— encargados de dirimir la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. O incluso por elección directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se celebran comicios para asuntos menos importantes, como la diputación al parlamento europeo, ente aún casi decorativo.)

Por supuesto, un poder judicial independiente debe incluir a la fiscalía y una policía judicial, como ya defendió P. Calamandrei para la constitución italiana. La diferencia entre juces y fiscales sólo ha de ser funcional, siendo ambos magistrados.

Por último, un poder judicial independiente debería gobernarse por consenso y no mediante la formación de mayorías.

Hay sistemas electorales y de decisión que evitan la formación de mayorías y minorías; aunque el ejemplo parlamentario los haya eclipsado, tienen tradición y peso históricos:

Una técnica electoral es el doble voto —bola blanca y bola negra, voto y veto— usada en los monasterios medievales para la decisiva cuestión de la elección del abad, que podía dividir a la comunidad de los monjes o entregar su gobierno a personas no deseadas por grupos amplios de ellos. El sistema del doble voto para cada elector conduce a la elección de las personas que obtienen el mayor consenso de todos.

Otra técnica electoral son las votaciones eliminatorias sucesivas de candidatos —combinada o no con la primera—, que tampoco crea contraposición entre vencedores y vencidos, sino maduración de la decisión y consenso.

Como señalaba Antonio Gramsci, hay problemas que no se resuelven por la formación de mayorías, sino por la maduración de las decisiones.

Recurrir a la soberanía popular, a la intervención de los ciudadanos —sin eliminar del proceso electoral las manifestaciones de preferencias de los partidos políticos, pero tampoco las de los sindicatos, organizaciones no gubernamentales y asociaciaciones de ciudadanos— permitiría erigir un Poder Judicial independiente y democrático a la vez: justamente lo que necesitamos.

¿Se resolverían automáticamente los problemas de la Justicia con un poder judicial independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el habitus de quienes tienen a su cargo administrar justicia.

La independencia facilita algo muy importante en los funcionarios: el valor. Pues se necesita valentía para no temer la influencia porosa, osmótica, a veces, y otras expresa y potente, prepotente, de otros poderes del estado y de poderes económicos y mediáticos. La independencia y el valor de los funcionarios permitiría dar una mejor respuesta judicial a la corrupción.

(Para que quede claro a qué me estoy refiriendo recordaré el caso del juez de la audiencia nacional al que le correspondía instruir lo que luego fue conocido como el caso Lasa y Zabala, esto es, un caso gravísimo de terrorismo de Estado. Aquel magistrado no se atrevió a enfrentarse con eso y abandonó la magistratura por el ejercicio privado de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente instruyó el caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra causa y expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación entre una cosa y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación hubiera quedado en simple error judicial.)

Creo que para ejercer la actividad judicial se necesita realmente el valor, la valentía, para no tener que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a formar parte generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales, cuando puedan saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la intromisión de poderes políticos y sociales. La independencia del poder judicial está para eso.

Y para estimular a los magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus no correspondientes siquiera a esa ficción de igualdad que es el igualitarismo político, aspectos por fortuna ya no mayoritarios; para superar el burocratismo funcional.

En lo que respecta al habitus específico de los fiscales, su integración plena en un poder judicial independiente facilitaría que vieran su tarea no como fundamentalmente acusatoria sino, más en profundidad, como garantes de los derechos procesales de los ciudadanos. (El Tribunal Supremo ha estimado en casación numerosos recursos por violación de las garantías procesales. Pero no se conoce uno solo de esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por la fiscalía, lo que muestra una significativa mutilación de su habitus institucional.)

La independencia judicial, ¿utopía o necesidad?

Lo que he propugnado puede parecer una utopía, aunque es simplemente una prolongación de la Ilustración jurídica; es preciso impedir que ésta se venga abajo sin un recambio adecuado.

Pues donde en realidad estamos es en el despliegue de una cacotopía que puede llevarse por delante el universo de los derechos y las garantías generalizados.

Hemos visto volatilizarse el derecho a la intimidad y a la seguridad en las comunicaciones por las posibilidades abiertas por la informática a las empresas de esta rama industrial y a los más potentes Estados. Hemos visto el espionaje masivo a gobiernos y empresas. Hemos visto asesinatos mediante drones, sin juicio, como si la represión del terrorismo fuera una acción de guerra, lo que no deja de ser una ficción jurídica. Hemos visto la porosidad y la mutilación de las soberanías nacionales. Hemos visto los horrores de las intervenciones armadas del llamado "derecho internacional humanitario", que generan centenares de miles, o millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos visto realizado el dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces equivale a una verdad, incrementado el poder de repetición por la industria de producción de contenidos de conciencia.

Hemos entrado en un mundo de barbarie donde el poder se deslocaliza y el derecho, que siempre ha estado asociado a la territorialidad, se vuelve crecientemente impotente. La gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.

Incluso si este proyecto barbarizante no prospera, sí prosperarán tecnologías e internacionalizaciones. En el futuro van a ser necesarias formas nuevas y ágiles de colaboración internacional de la justicia, o incluso podría verse el despliegue amplio de una verdadera justicia internacional, de un arbitraje de los inevitables conflictos.

Un poder judicial fuerte e independiente puede ser, en primer lugar, un dique local frente a la barbarización.

Personalmente, por la previsión de lo que se nos echa encima, no soy optimista. Es el pesimismo de la inteligencia. Pero en cambio veo con realismo y también optimismo las prácticas personales y grupales que generan cambios, que sostienen valores, que inducen a la innovación incluso institucional. Pues es en las prácticas buenas e innovadoras donde se generan las voluntades de vivir dentro de un horizonte de expectativas no diré que justo, pero sí, al menos, razonable y por eso perfectible.

Juan Ramón Capella
Mientras Tanto

Juan-Ramón Capella

El actual régimen constitucional cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es verdaderamente independiente?
La cuestión no es baladí, puesto que el Poder Judicial es un garante público de los deberes de todos, incluidas las instituciones, respecto de los ciudadanos (hablo de deberes, y no de derechos de los ciudadanos, porque sin aquéllos éstos son papel mojado, como se ha tratado de argumentar en El libro de los deberes, editado por el profesor Estévez Araujo y Trotta editorial).
Desde mi punto de vista, no se ha visto que gobierno alguno de este primer régimen constitucional desde la guerra civil haya tenido el menor interés en que exista un verdadero poder judicial independiente; ha preferido una independencia, digamos, relativa, incompleta: decididamente inacabada.
Es preciso explicar por qué. Y la explicación incluye varios factores. El más destacable fue la perplejidad del constituyente de 1978 ante la magistratura heredada. Tenía ante sí un cuerpo de magistrados complejo: parte importante de él había surgido de las "oposiciones patrióticas" del franquismo de los años cuarenta. Los funcionarios anteriores habían sido depurados muy duramente por el régimen. En el ámbito del derecho penal la magistratura había sido muy dúctil a los diseños del franquismo.
De modo que los poderes constitucionales optaron por anticipar la jubilación de los magistrados, para librarse de los más antiguos, y someter a tutela al poder judicial. Una tutela en realidad innecesaria para el sistema constitucional, pues en los cuerpos judicial y fiscal también habían brotado con fuerza el antifranquismo y las aspiraciones a la democracia. En seguida se advirtió, con excepciones que fueron objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por jueces y fiscales del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del poder judicial apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio militar, minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el gobierno del Psoe (el movimiento pacifista de objetores de conciencia, hoy olvidado, fue una gran aportación, masiva y de gran calidad moral, a la democracia en España).
Sin embargo el resultado de aquella "solución" de los años setenta es que todavía hoy no existe en España un Poder Judicial independiente de los otros poderes del Estado, sino un poder judicial tutelado y disminuido, situación que explica las dificultades de este poder para reprimir la rampante corrupción que afecta principalmente, todo hay que decirlo, a los poderes tutelantes. No hay un poder judicial independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.
Esa falta de independencia, esa tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:
En primer lugar, en la dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado. El carácter político y no judicial de esta Fiscalía se pone de manifiesto en los cambios también políticos en las jefaturas de las fiscalías de las audiencias cada vez que hay una mutación de gobierno significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir órdenes, generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de ellos dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal vistos por la superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las órdenes pueden referirse al modo de enfocar los procedimientos, pero también, por supuesto, órdenes de actuar y sobre todo órdenes de no actuar. Los criterios de actuación punitiva pública tienden a quedar así politizados y mediatizada la consciencia moral de los fiscales en los casos de mayor relevancia para los ciudadanos.
Un poder judicial independiente debería integrar en su seno al ministerio fiscal, separándolo por completo del poder ejecutivo. El público debe saber que los fiscales son magistrados como los demás, que han superado las mismas pruebas de selección que los jueces, y que por tanto están plenamente capacitados profesionalmente para ser integrados en un poder judicial independiente del poder ejecutivo del Estado.
El gobierno del poder judicial radica en España en el Consejo General del Poder Judicial. Con él se establece la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos mayoritarios— del Poder Judicial.
Es escandaloso que, a las claras, los partidos mayoritarios —formalmente, el parlamento— disputen los puestos de poder en el CGPJ. Esa disputa muestra tanto la importancia que atribuyen al Consejo General, en cuyas decisiones pretenden influir, como la dependencia del poder legislativo de un poder del Estado que tendría que ser también independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual es un órgano claramente politizado. (Y lo será todavía más si llegan a materializarse las propuestas al respecto del ministro Ruiz Gallardón.)
También es escandalosa, dicho sea entre paréntesis, la complacencia de la prensa, que no denuncia esta situación; más bien parece que está encantada de tener algo que contar acerca de las disputas de los partidos políticos al respecto.
La tutela del Poder Judicial por los demás poderes del Estado se manifiesta igualmente en la inexistencia de una auténtica policía judicial, dependiente orgánica y no sólo funcionalmente de los magistrados. Los gobiernos hacen uso de la dependencia orgánica de la policía y otros instrumentos de los jueces para interferir en los procesos. Y lo hacen a veces con el mayor descaro y de forma escandalosa; así, hemos visto la sustitución por el gobierno del equipo policial que auxiliaba al magistrado instructor del caso Noos, o la del grupo de funcionarios de Hacienda en la instrucción judicial del caso Gürtel.
Un Poder Judicial independiente debe contar con una policía judicial y organismos auxiliares dependientes funcional y orgánicamente de él, y también con el auxilio funcional de todos los cuerpos administrativos del Estado siempre que lo necesite. La urgente revisión democrática y soberana de la Constitución —soberana, por recurso a la ciudadanía: esto es, contrapuesta a los cambios pactados por arriba en el excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe establecer claramente este punto.
Por otra parte la dependencia de los gobiernos de la administración de justicia en España la pone de manifiesto su escasez de medios, la cicatería que los sucesivos gobiernos han opuesto al buen funcionamiento del poder judicial. Basta comparar una oficina judicial cualquiera con una notaría, o incluso con una procuraduría de los tribunales, para comprender la infradotación de medios del Poder Judicial.
Conciliar independencia judicial con democracia
El poder judicial debe ser independiente tanto del ejecutivo como del legislativo —de otro modo depende de la partitocracia—. Y la policía judicial y demás medios de investigación no deben guardar con el poder judicial sólo una dependencia funcional, pues la dependencia orgánica del ejecutivo es causa de interferencias.
La falta de democracia de la justicia no la disimula el artificio de los juicios con jurado, carentes de tradición en nuestro país, y menos cuando la prensa realiza juicios paralelos que dan lugar a falsas expectativas (recuérdese el caso Wanninkhof, con condena unánime de persona inocente). La experiencia de magistrados, fiscales y demás operadores jurídicos es mejor contención de la influencia de la prensa ansiosa de noticias que unas personas sin experiencia de las situaciones judiciales.
¿Es posible articular un poder judicial de magistrados profesionales con el principio democrático?
Es obviamente posible si para los órganos de gobierno de la magistratura se recurre a la ciudadanía, a la soberanía popular. Por ejemplo, indirectamente, mediante la elección de compromisarios —cincuenta, por ejemplo— encargados de dirimir la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. O incluso por elección directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se celebran comicios para asuntos menos importantes, como la diputación al parlamento europeo, ente aún casi decorativo.)
Por supuesto, un poder judicial independiente debe incluir a la fiscalía y una policía judicial, como ya defendió P. Calamandrei para la constitución italiana. La diferencia entre juces y fiscales sólo ha de ser funcional, siendo ambos magistrados.
Por último, un poder judicial independiente debería gobernarse por consenso y no mediante la formación de mayorías.
Hay sistemas electorales y de decisión que evitan la formación de mayorías y minorías; aunque el ejemplo parlamentario los haya eclipsado, tienen tradición y peso históricos:
Una técnica electoral es el doble voto —bola blanca y bola negra, voto y veto— usada en los monasterios medievales para la decisiva cuestión de la elección del abad, que podía dividir a la comunidad de los monjes o entregar su gobierno a personas no deseadas por grupos amplios de ellos. El sistema del doble voto para cada elector conduce a la elección de las personas que obtienen el mayor consenso de todos.
Otra técnica electoral son las votaciones eliminatorias sucesivas de candidatos —combinada o no con la primera—, que tampoco crea contraposición entre vencedores y vencidos, sino maduración de la decisión y consenso.
Como señalaba Antonio Gramsci, hay problemas que no se resuelven por la formación de mayorías, sino por la maduración de las decisiones.
Recurrir a la soberanía popular, a la intervención de los ciudadanos —sin eliminar del proceso electoral las manifestaciones de preferencias de los partidos políticos, pero tampoco las de los sindicatos, organizaciones no gubernamentales y asociaciaciones de ciudadanos— permitiría erigir un Poder Judicial independiente y democrático a la vez: justamente lo que necesitamos.
¿Se resolverían automáticamente los problemas de la Justicia con un poder judicial independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el habitus de quienes tienen a su cargo administrar justicia.
La independencia facilita algo muy importante en los funcionarios: el valor. Pues se necesita valentía para no temer la influencia porosa, osmótica, a veces, y otras expresa y potente, prepotente, de otros poderes del estado y de poderes económicos y mediáticos. La independencia y el valor de los funcionarios permitiría dar una mejor respuesta judicial a la corrupción.
(Para que quede claro a qué me estoy refiriendo recordaré el caso del juez de la audiencia nacional al que le correspondía instruir lo que luego fue conocido como el caso Lasa y Zabala, esto es, un caso gravísimo de terrorismo de Estado. Aquel magistrado no se atrevió a enfrentarse con eso y abandonó la magistratura por el ejercicio privado de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente instruyó el caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra causa y expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación entre una cosa y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación hubiera quedado en simple error judicial.)
Creo que para ejercer la actividad judicial se necesita realmente el valor, la valentía, para no tener que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a formar parte generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales, cuando puedan saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la intromisión de poderes políticos y sociales. La independencia del poder judicial está para eso.
Y para estimular a los magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus no correspondientes siquiera a esa ficción de igualdad que es el igualitarismo político, aspectos por fortuna ya no mayoritarios; para superar el burocratismo funcional.
En lo que respecta al habitus específico de los fiscales, su integración plena en un poder judicial independiente facilitaría que vieran su tarea no como fundamentalmente acusatoria sino, más en profundidad, como garantes de los derechos procesales de los ciudadanos. (El Tribunal Supremo ha estimado en casación numerosos recursos por violación de las garantías procesales. Pero no se conoce uno solo de esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por la fiscalía, lo que muestra una significativa mutilación de su habitus institucional.)
La independencia judicial, ¿utopía o necesidad?
Lo que he propugnado puede parecer una utopía, aunque es simplemente una prolongación de la Ilustración jurídica; es preciso impedir que ésta se venga abajo sin un recambio adecuado.
Pues donde en realidad estamos es en el despliegue de una cacotopía que puede llevarse por delante el universo de los derechos y las garantías generalizados.
Hemos visto volatilizarse el derecho a la intimidad y a la seguridad en las comunicaciones por las posibilidades abiertas por la informática a las empresas de esta rama industrial y a los más potentes Estados. Hemos visto el espionaje masivo a gobiernos y empresas. Hemos visto asesinatos mediante drones, sin juicio, como si la represión del terrorismo fuera una acción de guerra, lo que no deja de ser una ficción jurídica. Hemos visto la porosidad y la mutilación de las soberanías nacionales. Hemos visto los horrores de las intervenciones armadas del llamado "derecho internacional humanitario", que generan centenares de miles, o millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos visto realizado el dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces equivale a una verdad, incrementado el poder de repetición por la industria de producción de contenidos de conciencia.
Hemos entrado en un mundo de barbarie donde el poder se deslocaliza y el derecho, que siempre ha estado asociado a la territorialidad, se vuelve crecientemente impotente. La gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.
Incluso si este proyecto barbarizante no prospera, sí prosperarán tecnologías e internacionalizaciones. En el futuro van a ser necesarias formas nuevas y ágiles de colaboración internacional de la justicia, o incluso podría verse el despliegue amplio de una verdadera justicia internacional, de un arbitraje de los inevitables conflictos.
Un poder judicial fuerte e independiente puede ser, en primer lugar, un dique local frente a la barbarización.
Personalmente, por la previsión de lo que se nos echa encima, no soy optimista. Es el pesimismo de la inteligencia. Pero en cambio veo con realismo y también optimismo las prácticas personales y grupales que generan cambios, que sostienen valores, que inducen a la innovación incluso institucional. Pues es en las prácticas buenas e innovadoras donde se generan las voluntades de vivir dentro de un horizonte de expectativas no diré que justo, pero sí, al menos, razonable y por eso perfectible.
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jueves, 21 de noviembre de 2013

La gran mentira de la sanidad privada en 8 gráficos

“El mercado es más eficiente que el Estado gestionando la sanidad”
Desde que comenzó la crisis escucho cada vez más este argumento.
Podríamos abrir un debate filosófico al respecto. Pero en realidad no hace falta: hay datos.
Entre los países ricos existen dos grandes grupos en cuanto a cobertura sanitaria: EEUU y el resto. La diferencia entre estos dos “universos” puede observarse bien en este primer gráfico.

¿Qué porcentaje de la población tiene garantizada la protección sanitaria a través de un programa público?
porcentaje-cubierta-publico

Antes de continuar, hagamos algunos matices importantes. En EEUU hay ciertos programas públicos: Medicare, Medicaid, Veteran Health Administration, etc. (de ahí el 27% del gráfico anterior). En el “resto del mundo” las formas de gestión sanitaria no son exactamente iguales. En algunos países el Estado emplea directamente a los médicos (Reino Unido, España), en otros países la mayoría de las consultas son privadas pero el Estado paga las facturas (Francia) y también existe el “modelo suizo” donde la gestión se deja en manos privadas pero el Estado regula muy fuertemente a las compañías (ningún ciudadano puede quedarse sin seguro sanitario y las familias pobres tienen subsidios para pagarlo).

Si el mercado es más eficiente que el Estado gestionando la sanidad privada, entonces en EEUU la sanidad será muy barata y en el resto de países muy cara, ¿no?
Ocurre todo lo contrario, los estadounidenses son quienes más dinero se gastan en su sanidad (linea negra del gráfico)

gasto-sanitario

Bueno, quizás en EEUU la sanidad sea muy cara, pero los resultados serán mucho mejores que en el resto de los países, ¿no?
Todo lo contrario. EEUU tiene los peores índices sanitarios entre los países ricos. Veamos por ejemplo su mortalidad infantil.
mortalidad-infantil

¿Y la esperanza de vida?

esperanza

Otro ejemplo: amputaciones de extremidades inferiores por diabetes.

amputacion-diabetes

Entonces se gastarán tanto porque van mucho más al médico que el resto del mundo, ¿no?
Que no, que no.

visitas-medicas

Bueno, pero siendo tan caro, seguro que las listas de espera no existen, ¿verdad?
Error.

same-day-next-day-appointment
OECD, Health Care Data

En el país más rico y poderoso del planeta, más de un tercio de los enfermos no pueden seguir un tratamiento por problemas económicos.

enfermos-no-medicos-no-tratamiento
OECD Health Care Data

Cada vez que escucho que “el mercado libre el más eficiente que el Estado gestionando la sanidad” tengo una respuesta clara: mira los datos.

Alberto Sicilia (Principia Marsupia)
Público.es

domingo, 10 de noviembre de 2013

Agua: bien público

El agua ¿es un bien público o un nuevo producto financiero? Es muy sugerente el debate que se está generando a nuestro alrededor con productos como el agua, el gas o la electricidad, en las condiciones que provoca la crisis económica.

El pasado fin de semana, los ciudadanos de Berlín votaron por la remunicipalización de la red eléctrica de la ciudad, en manos de una multinacional. Los que votaron (menos del quórum exigido) lo hicieron a favor de que la electricidad volviera a manos públicas locales. Hace unos meses, Hamburgo lo consiguió y ahora se plantea repetir la votación con el gas. Desde hace aproximadamente cinco o seis años, decenas de municipios alemanes (alrededor de 170) han recuperado el control para sus Ayuntamientos de sectores como el agua, el gas y la electricidad.

Lo cual da lugar a un curioso fenómeno: mientras la UE (y la troika) recomienda la privatización de estos servicios, los ciudadanos afectados se oponen a la misma. Como informa la revista Alternativas Económicas, la postura de la UE choca frontalmente con la legislación comunitaria, que establece que “los Tratados no prejuzgan en modo alguno el régimen de propiedad en los Estados miembros”.

Las instituciones favorecen la privatización de servicios básicos, a los ciudadanos mayoritariamente no les gusta, y muchos Ayuntamientos entran en la operación por sus deudas (o por otros motivos): esperan reducir gastos y obtener réditos. Antes de Alemania fueron los italianos los que se resistieron a la política privatizadora de servicios esenciales de Berlusconi, y en 2010, París remunicipalizó el servicio del agua y se lo arrebató a gigantes como Veolia y Suez. Mientras unos países tienen asegurado constitucionalmente el carácter público del suministro de agua, en otros (por ejemplo, Reino Unido) es casi enteramente privado. En el borrador de acuerdo que negocian en este momento democristianos y socialdemócratas en Alemania para formar una gran coalición se califica a estos servicios como “responsabilidad genuina del Estado”.

La gestión del suministro de agua está en manos públicas en el 85% de EE UU, en el 100% en Japón y en la mayoría de las ciudades europeas; por el contrario, en España, el 57% de la población está abastecido por empresas privadas, según Alternativas Económicas. Dada la habitual falta de transparencia de los procesos privatizadores, conviene seguir con atención lo que está sucediendo en grandes ciudades como Barcelona y Madrid. Mientras en la capital catalana está sometido a tensiones jurídicas el proceso y adjudicación del abastecimiento a cinco millones de personas, en Madrid esá detenida de momento la privatización del 49% de la propiedad del Canal de Isabel II, la operación que tanto gusta al presidente de la Comunidad, Ignacio González. Mientras tanto, esta empresa trata de aglutinar a su alrededor al mayor número de municipios, que pueden ver en el futuro cómo su agua deviene en un producto financiero más.

Joaquín Estefanía
El País