En los comienzos de la industrialización los obreros contemplaban las
máquinas como una gran amenaza, pensaban que podían robarles su puesto
de trabajo. Su preocupación en lo inmediato no carecía de cierta lógica.
Veían que allí donde se necesitaban cien trabajadores, una vez
mecanizada la producción eran suficientes cincuenta para fabricar lo
mismo. Sin embargo, andando el tiempo se ha visto que los
descubrimientos científicos, la tecnología y la mecanización han hecho
posible el desarrollo y han elevado el nivel y la calidad de vida de la
clase trabajadora. Y todo ello gracias a los incrementos de
productividad, que, aunque algunos pretendan confundir ambos conceptos,
dista mucho de identificarse con la competitividad. De hecho, hoy la
mayoría de los países y de las empresas buscan la competitividad
prescindiendo de la productividad por el mecanismo de hundir las
condiciones laborales y sociales.
Podemos afirmar sin lugar a equivocarnos que en el origen del
desarrollo social y económico de las sociedades se encuentran los
enormes incrementos de productividad acaecidos a lo largo de los años.
Pero ha sido necesario algo más: un pensamiento y una ideología que
propugnase que todos los ciudadanos se beneficiasen de esos incrementos
de modo que no fuesen destinados únicamente a aumentar el excedente
empresarial. Esas mejoras deberían servir para acrecentar las rentas del
capital, sí, pero también para subir los salarios, e incluso para
mantener económicamente a aquellos que coyunturalmente no puedan
trabajar, y todo ello mediante el incremento de los ingresos del Estado
que redundaría en beneficio de todos los ciudadanos a través de las
prestaciones sociales.
Los incrementos de productividad favorecieron a los trabajadores
mediante dos vías diferentes. En primer lugar, por un incremento de sus
retribuciones abandonando las retribuciones de subsistencia, y rompiendo
así la ley de bronce de los salarios y desmintiendo a Malthus, a David
Ricardo e incluso a Marx. En segundo lugar, disminuyendo la cantidad de
trabajo que deberían aportar, no solo mediante la reducción de la
jornada de trabajo, sino también por el sistema de acortar su vida
laboral.
Los incrementos de la productividad y su reparto hicieron posible
superar los salarios de miseria, pero también que la jornada laboral
fuese reduciéndose progresivamente, y que los niños y las mujeres
saliesen de las fábricas y abandonasen las condiciones inhumanas que,
por ejemplo, nos narra Dickens. Poco a poco se fue retrasando la edad de
incorporación al mercado laboral, con lo que se generalizó la educación
e instrucción de los menores. Se creó un nuevo reparto de funciones en
el seno de la familia. Ya no resultaba necesario el trabajo en el
exterior de todos sus miembros y, por regla general, era el varón el que
alquilaba su fuerza de trabajo en el mercado laboral mientras que la
mujer se dedicaba al cuidado de la casa, de la prole y de los ancianos.
Según iba aumentando la esperanza de vida, se posibilitó, además,
gracias a la participación del Estado en los incrementos de
productividad (impuestos, cotizaciones etc.), que no hubiera que
continuar trabajando hasta el último minuto de la existencia puesto que
se podía contar con una pensión digna. Y era la participación del Estado
también la que garantizaba que incluso en los momentos de crisis
económica los parados disfrutasen de una prestación económica hasta que
encontrasen empleo. Si en un principio la población activa coincidía con
la población total, exceptuando a los nobles y algunos burgueses que
vivían de las rentas, progresivamente sin embargo fue viable que un
porcentaje cada vez menor de trabajadores, con una jornada incluso más
reducida, produjesen más y mantuviesen por tanto a la población total.
Trabajar menos y cobrar más.
Todo ello era posible gracias a los incrementos de productividad y a
su reparto. Ciertamente que no todo fue perfecto, que su aplicación no
fue total y homogénea en todos los países, pero esta era la tendencia y
sobre todo la teoría sobre la que se asentaban las sociedades, discurso
que si en un momento recibió el nombre de socialdemócrata, fue asumido
de forma más o menos total por las otras fuerzas políticas y sus
principios incluidos en las constituciones de los distintos países.
Desde hace ya bastantes años, la tendencia no obstante ha cambiado.
Ciertamente no es que hoy hayan disminuido la innovación y la tecnología
y que por lo mismo los incrementos de productividad sean menores, todo
lo contrario. El problema está en el reparto. Según se han ido
imponiendo los principios del neoliberalismo económico y se ha ido
extendiendo la libre circulación de capitales, estos imponen sus
exigencias a las sociedades y a los gobiernos, y reclaman para sí todo
el aumento de la productividad, incluso pretenden que salarios y
pensiones no se actualicen de acuerdo con la inflación, es decir, que
esta se convierta en sus manos en un arma para transferir rentas a su
favor. La consigna ahora es la de ese buen presidente de la patronal
ahora en la cárcel: trabajar más y cobrar menos.
La mujer se ha incorporado de nuevo al mercado de trabajo, lo que
podría haber sido muy positivo desde el punto de vista de los derechos
femeninos si hubiese venido acompañado de una nueva distribución
funcional en el seno de la familia, con la reducción de la jornada
laboral de ambos cónyuges, o al menos con la asunción de determinadas
funciones por el Estado (guarderías, cuidado de ancianos, enfermos,
etc.), lo que hubiese precisado de una apropiación por parte del Estado
del incremento de productividad. Nada de eso se ha hecho, las jornadas
laborales son cada vez más elevadas y el sector público se desentiende
progresivamente de sus funciones sociales. El resultado es que la
familia aporta en la actualidad al mercado laboral el doble de horas de
trabajo. La Oficina Presupuestaria del Congreso de los EE UU, al
analizar las modificaciones producidas en la distribución de la renta
tras el gobierno de Reagan, llegó a la conclusión de que en la mayoría
de los hogares los ingresos seguían siendo similares, con la diferencia
de que ahora eran dos los sueldos que los producían, es decir, el doble
de horas trabajadas.
El nuevo discurso aparece en todo su esplendor en el tema de las
pensiones, puesto que basa la inviabilidad de estas en el incremento de
la esperanza de vida y en la reducción del porcentaje entre activos y
pasivos. Pero es que precisamente los incrementos de productividad para
lo que deben servir es para que cada generación pueda vivir mejor que la
anterior, trabajando menos horas a lo largo de toda la vida, lo que
incluye que la proporción entre sus etapas activa y pasiva disminuya. En
los últimos treinta años la productividad en la economía de los países
se ha incrementado de forma espectacular, pero, dados los avances
tecnológicos, todo hace prever que en el futuro lo pueda hacer en un
porcentaje aún mayor. ¿Dónde se encuentra entonces la dificultad? Tan
solo en el sistema de reparto, en la pretensión del capital y de las
clases altas de apropiarse de todo el incremento de la productividad.
Juan Fco Martín Seco
República.com
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