Los profesionales de la sanidad de Madrid llevan ya más de dos meses
en pie de guerra. Después de cinco semanas de huelga indefinida,
encierros, manifestaciones y anuncio de dimisiones, el conflicto
continúa y el gobierno regional permanece impasible, enrocado y sin
ninguna muestra de ceder un ápice. Con un gran cinismo pasa de las
manifestaciones, y es que nada o poco pierde con ellas. Los huelguistas,
para defender lo que creen justo, han hecho un gran esfuerzo económico,
sacrificando el salario de muchas jornadas; a pesar de la
responsabilidad del personal sanitario para mantener los servicios
mínimos, los pacientes, como es lógico, han sufrido deterioro o retrasos
en la asistencia; el gobierno regional, nada de nada. Poca importancia
tiene todo eso comparado con los intereses económicos en juego, que
-como se puede apreciar en el caso Güemes- van a beneficiar en el futuro
a alguno de los que hoy componen dicho gobierno.
La solución del conflicto solo puede venir de la concienciación de
todos los madrileños, asumiendo que esto no es un problema corporativo,
tal como nos quiere hacer creer el consejero Fernández-Lasquetty, sino
que afecta a todos los ciudadanos de Madrid y me atrevería a decir que
de toda España, ya que el modelo puede extenderse, y de hecho se
extiende, a otras muchas regiones. Nos estamos jugando la sanidad
pública. Únicamente la manifestación masiva de toda la sociedad podría
obligar al gobierno a dar marcha atrás.
La idea que quiere transmitir Fernández-Lasquetty de que privatizando
la gestión de la sanidad se ahorran recursos no tiene ni pies ni
cabeza. Los datos y el sentido común dicen lo contrario. Los datos:
basta con dirigir la vista a EE UU, país en el que la gestión de toda la
sanidad es privada, incluso el 40% que costea el Estado mediante el
Medicare y el Medicaid. El gasto por habitante es tres veces el de
España y sin embargo el 15% de la población no tiene cobertura y el 40%,
muy deficiente. El sentido común: porque es indudable que algo tendrán
que ganar las empresas privadas cuando ambicionan con tanto empeño
hacerse con un trozo de pastel. En EE UU, tantos eran los intereses
económicos en juego que lo único que no pudo conseguir Obama en su
reforma de la sanidad fue la creación de un organismo público que
prestase la asistencia sanitaria, aun cuando fuese en concurrencia y en
igualdad de condiciones con las sociedades privadas.
El pastel ciertamente es muy grande porque si en algún ámbito es
peligroso introducir criterios de explotación y beneficio es en la
sanidad, en la que el paciente se encuentra totalmente indefenso y no
puede saber si se está haciendo todo lo posible para diagnosticar y
curar en su caso la enfermedad o aplicando tan solo las pruebas y las
terapias de menor coste y que pueden dejar más margen al hospital y a la
empresa. Los beneficios privados solo pueden tener dos orígenes. El
primero y más claro, la consecución de una reducción en los costes
deteriorando los servicios y la asistencia; pero, cuando se mezcla la
gestión pública con la privada, hay otro posible motivo de beneficio (el
segundo), que aparece de manera menos explícita pero no por eso es
menos eficaz, el derivar a los centros públicos aquellas patologías de
coste elevado y a los enfermos de mayor riesgo.
El capital descubrió Jauja hace ya tiempo. Está abandonando los
sectores económicos con riesgo y se dirige a aquellos que, por tratarse
de prestación de servicios y suministros públicos o estratégicos,
constituyen mercados cautivos y sin apenas competencia. Ha forzado en
todos los países la privatización de las grandes empresas públicas o la
concesión privada del servicio: gas, electricidad, hidrocarburos,
autopistas, agua, bancos, aeropuertos, ferrocarriles, etc. La demanda es
rígida y el beneficio está asegurado; además, si en algún caso se
produce un error de cálculo, el coste no lo paga el empresario sino el
erario público, ya que el Estado no puede permitir que algunos de estos
servicios queden sin cubrir. El ejemplo más reciente se encuentra en la
misma región de Madrid, donde las llamadas autopistas radiales,
construidas mediante concesión por empresas privadas, han sido un
auténtico fracaso porque el tráfico ha sido muy inferior al esperado y
el coste de las expropiaciones, más alto. De forma bastante artera y
casi sin divulgación a la opinión pública, los dos grandes partidos se
han puesto de acuerdo para que el erario público asuma el desaguisado.
La asistencia sanitaria parece ahora la pieza a cobrar. La concesión
de hospitales y centros de salud a la empresa privada se contempla como
una operación enormemente lucrativa. Por una parte, los beneficios
pueden ser cuantiosos mediante la depauperación paulatina de los
servicios o la externalización de los costes a los hospitales públicos;
pero, por otra, existe una ausencia total de riesgo para las empresas
privadas porque en el caso de que no resultase tan rentable como ahora
piensan se pactarían nuevas condiciones con la Administración, que no
podría oponerse a ellas ante la amenaza de dejar sin asistencia
sanitaria a la población.
¿Por qué ese empeño del gobierno regional de Madrid en privatizar la
gestión de la sanidad? La respuesta no es demasiado difícil si
consideramos algunos datos: el director general de Hospitales de Madrid
es Antonio Bargueño, que proviene del sector privado de la sanidad y es
el inventor del Modelo Alcira, fracasado en Valencia y que pretende
copiar la Comunidad de Madrid.
A su vez, los dos antecesores de Fernández-Lasquetty en la Consejería
de Sanidad, Manuel Lamela y Juan José Güemes, se han incorporado a
empresas de la sanidad privada. El maridaje entre cargos del sector
público y sector privado genera la sospecha acerca de dónde se
encuentran en realidad los intereses de nuestros políticos.
Pero el amancebamiento por desgracia no se limita al sector
sanitario. Se ha extendido a todas las áreas económicas, se generaliza
cada vez más y afecta a todos los partidos que han pasado por el
Gobierno: PP, PSOE, CiU, PNV,
etc. Los casos son innumerables, más bien la excepción es la contraria y
son contados los ministros, secretarios de Estado, consejeros de
Comunidad, etc., que cuando dejan su cargo retornan a su antiguo
trabajo, si es que alguna vez tuvieron alguno. Lo más decepcionante es
que tal comportamiento no provoca repulsa social alguna y los afectados
continúan contando con todo su prestigio. Bien es verdad que tal
condición la concede por lo general el poder económico y precisamente
es el poder económico el beneficiario también de tales tránsitos.
Juan Fco Martín Seco
República.com