La confianza en que el
mercado puede ordenar las relaciones sociales de manera eficaz, no sólo
en la determinación de las pautas del intercambio, sino de la asignación
de los recursos, la generación de riqueza, la distribución del ingreso y
hasta alguna forma de generar garantías sociales duraderas con algo de
ingeniería en las políticas públicas está hoy, no cuestionada, sino en
ruinas.
Esto ocurre no únicamente en los países considerados pobres, tampoco
se remite a los llamados emergentes, sino que es una evidencia en muchos
países desarrollados como ocurre en Europa y Estados Unidos. La
desigualdad y la pobreza van en aumento con las formas de la acumulación
del capital desde hace más de tres décadas. La crisis actual desatada
en 2008 es la forma agravada de esos fenómenos.
Del severo análisis de Polanyi (La gran transformación) se desprende que los mercados tienden a destruir la sociedad y, entonces, la gente debe ser protegida contra las consecuencias de las fluctuaciones del mercado, sobre todo en un entorno de amplia liberalización. Los mercados no deben decidir acerca de la sobrevivencia o la privación de los individuos.
Las políticas sociales, como las de Estado de bienestar –en sus distintos modelos– aceptaban de alguna manera que la gente necesita acceso a los cuidados de la salud y la educación, ayudas en caso de desempleo, pensiones para el retiro y otros muchos apoyos públicos. Esto no significa necesariamente que se excluya la operación de los mercados, pero sí requiere evitar que provoquen estragos en la población.
Hoy se ha llegado, en cambio, a una situación altamente desgastante en la que las oportunidades se definen en función del valor del mercado de quienes las demandan. Por supuesto que ese valor se devalúa y la fragilidad individual y social se agranda.
Las políticas asociadas con el Estado de bienestar en sus diversas facetas tienen que ver con la protección y la promoción de las condiciones económicas y sociales de los ciudadanos. Hoy están marginadas en términos efectivos y, en muchos casos en una crisis profunda que será cada vez más difícil de sostener en un marco de promoción a la democracia. Algo habrá de ceder, ese es actualmente uno de los dilemas centrales del quehacer político y la participación ciudadana.
Los países de Europa occidental desarrollaron políticas de bienestar desde fines del siglo XIX hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En la era de la Unión Europea los gobiernos han planteado de manera explícita que los servicios sociales tiene un papel clave para mejorar la calidad de vida y proteger a la población.
Para ello se crearon medidas dirigidas a la seguridad social, el empleo, el cuidado de los niños, el cuidado a largo plazo para quien lo requiere y servicios de asistencia. Se considera que tales servicios son vitales para alcanzar los objetivos de cohesión social, económica y territorial, alto nivel de empleo, inclusión social y crecimiento económico. La realidad de la crisis y las formas de gestión impulsadas desde la UE son claramente antagónicos a esos propósitos declarados.
Del severo análisis de Polanyi (La gran transformación) se desprende que los mercados tienden a destruir la sociedad y, entonces, la gente debe ser protegida contra las consecuencias de las fluctuaciones del mercado, sobre todo en un entorno de amplia liberalización. Los mercados no deben decidir acerca de la sobrevivencia o la privación de los individuos.
Las políticas sociales, como las de Estado de bienestar –en sus distintos modelos– aceptaban de alguna manera que la gente necesita acceso a los cuidados de la salud y la educación, ayudas en caso de desempleo, pensiones para el retiro y otros muchos apoyos públicos. Esto no significa necesariamente que se excluya la operación de los mercados, pero sí requiere evitar que provoquen estragos en la población.
Hoy se ha llegado, en cambio, a una situación altamente desgastante en la que las oportunidades se definen en función del valor del mercado de quienes las demandan. Por supuesto que ese valor se devalúa y la fragilidad individual y social se agranda.
Las políticas asociadas con el Estado de bienestar en sus diversas facetas tienen que ver con la protección y la promoción de las condiciones económicas y sociales de los ciudadanos. Hoy están marginadas en términos efectivos y, en muchos casos en una crisis profunda que será cada vez más difícil de sostener en un marco de promoción a la democracia. Algo habrá de ceder, ese es actualmente uno de los dilemas centrales del quehacer político y la participación ciudadana.
Los países de Europa occidental desarrollaron políticas de bienestar desde fines del siglo XIX hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En la era de la Unión Europea los gobiernos han planteado de manera explícita que los servicios sociales tiene un papel clave para mejorar la calidad de vida y proteger a la población.
Para ello se crearon medidas dirigidas a la seguridad social, el empleo, el cuidado de los niños, el cuidado a largo plazo para quien lo requiere y servicios de asistencia. Se considera que tales servicios son vitales para alcanzar los objetivos de cohesión social, económica y territorial, alto nivel de empleo, inclusión social y crecimiento económico. La realidad de la crisis y las formas de gestión impulsadas desde la UE son claramente antagónicos a esos propósitos declarados.
Esta es una dimensión de lo que ahí ocurre que no puede
seguirse barriendo bajo la alfombra, en cambio, hay que reconocer que es
el conflicto esencial en esas sociedades. Y no sólo en ellas.
Las garantías sociales existen mientras se proveen con los recursos
monetarios y las capacidades humanas y materiales de servicio adecuadas.
Existe el derecho a la educación o a la salud, pero se ejerce con
crecientes deficiencias. Los destinatarios no encuentran sustitutos
viables pues, en la medida en que se deterioran los servicios sociales
se distancian cada vez más de los privados. La contraposición de lo
público y lo privado es uno de los signos que marcan el principio del
siglo XXI.
En Europa los servicios de salud se restringen en su cobertura. La
educación tiene cada vez menos financiamiento y los profesores pierden
sus plazas ante el deterioro de las escuelas; esto ya pega de lleno en
las universidades públicas y en muchos proyectos de investigación. Las
pensiones se reducen y junto con ellas las condiciones laborales. La
pobreza se extiende.
Para estar incluido en la sociedad se requiere un trabajo, pero es
precisamente eso lo que no hay; en cambio el desempleo y la informalidad
son rampantes.
Lo que se suponía que estaba garantizado como parte de la pertenencia
a una sociedad ya no lo está. Igual sucede por ejemplo en Detroit, la
ciudad quebrada donde los trabajadores municipales podrían recuperar
apenas 10 por ciento de sus pensiones y los servicios públicos son de
terror.
Las garantías sociales están sometidas a la premisa de que alcanzan
para lo que alcanzan. Hoy alcanza para poco y de nada sirve crear
grandes programas de atención social si su calidad y extensión no
cumplen con los niveles necesarios de atención que requieren las
personas. En México este es un asunto que expone a diario sus claros
límites, trátese de la educación, la salud, el empleo y ahora hasta los
fondos para el retiro, que ya están privatizados y, por supuesto la
seguridad pública.
Ante esto no puede dejar de observarse que el pregonado
fin de la historia, el entusiasmo por la caída del comunismo y triunfo de la democracia, la pretensión de la estabilidad financiera como objetivo central de la política económica se instauran como concepciones fugaces que enfrentan, sin poder escaparse, un creciente conflicto social que manifiesta de múltiples formas.
León Bendesky
La Jornada