Que el poder ejecutivo del Estado, en España, no quiere un poder
judicial independiente y fuerte es algo que viene de lejos, desde el
primer gobierno de Felipe González, cuando menos, e incluso de antes,
cuando durante la transición se quiso poner al día al poder judicial
simplemente mediante jubilaciones y, naturalmente, el cambio
legislativo. Los gobiernos jibarizaban el poder judicial, habitualmente,
escatimando medios de toda índole, desde los personales a los
materiales. Ahora, sin embargo, el gobierno del PP y su mayoría
parlamentaria han entrado en una fase distinta. Tratan de reducir
sensiblemente la relativa coraza que representa para los ciudadanos un
poder judicial independiente. Y van a cargarse esa independencia.
El asunto se plantea sobre todo en dos campos: en el judicial penal y en el judicial administrativo. En este mismo número de mientras tanto el lector puede encontrar un detallado trabajo de Carlos H. Preciado, publicado originalmente en Jueces para la Democracia. Información y Debate,
donde se despliega analíticamente la naturaleza del ataque al poder
judicial. Aquí se pretende solamente llamar la atención del lector sobre
este aspecto poco visible, oblicuo, indirecto, del ataque a las
libertades que está operando el actual poder ejecutivo, deslegitimado
por sus actos, en la babel de la crisis presente. Que la economía no nos
impida ver lo demás.
Conviene recordar al lector un par de hechos recientes. Los policías
que investigaron la trama Gürtel, ese escandaloso caso que afecta a las
actividades del PP, han sido destituidos y apartados del asunto (un
asunto que estuvo en manos del juez Garzón y que en definitiva ya fue
ocasión de la condena de éste). Por otro lado, los policías a las
órdenes del juez que investiga el caso Undargarín (no vamos a llamarlo
púdicamente caso Noos) también han sido apartados del caso. Con eso el
gobierno ha dado dos avisos a la policía: no ha de husmear en
direcciones inoportunas para él aunque lo manden los jueces.
Estos dos hechos nos dicen que, aunque la policía actua en funciones de policía judicial, de hecho no existe
una auténtica policía judicial, esto es, un cuerpo a las órdenes del
poder judicial, sino que en España la policía en funciones depende
administrativamente del poder ejecutivo. El gobierno puede utilizar y de
hecho hemos visto que utiliza esta dependencia para crear dificultades a
la jurisdicción penal cuando ésta resulta molesta. A los populares
no les interesa la verdad. Ya desde los atentados de Atocha vienen
tratando de desprestigiar a la policía cuando ésta actúa a las órdenes
de los jueces.
En una república bien ordenada la policía judicial no puede depender,
como la policía gubernativa, del ministerio del interior. Debe estar
funcional y administrativamente a las órdenes del poder judicial, como
garantía de la independencia de éste.
Otra anomalía del sistema español la constituye la Fiscalía, en el
ámbito de la jurisdicción penal. La fiscalía, pese a ciertas
disposiciones que aparentan lo contrario, depende del gobierno. Ello les
permite a los gobiernos de turno —y hay un largo historial de asuntos
en todos los gobiernos que se han sucedido bajo el sistema
constitucional— interferir en la acción judicial, deteniéndola,
conteniéndola o desorientándola.
En una república bien ordenada el estatuto de la fiscalía debe quedar
enteramente disociado del poder ejecutivo. La fiscalía debe formar
parte del poder judicial y por tanto estar segregada del ejecutivo.
Y por último hay que mencionar el sistema de la asfixia. El gobierno,
en el caso del poder judicial, no sólo recorta: asfixia. La falta de
medios personales (por no hablar de los materiales) que sobreimpone
ahora a las carencias que ya existían hará imposible al poder judicial
un funcionamiento mínimamente adecuado. Con los medios que van a
restarle va a ser muy fácil dificultar la investigación y el
enjuiciamiento penales del saco de corrupción que arrastra la clase
política... y la económica que se presta a ella. Así vamos.
La jurisdicción penal no es la única dañada por las disposiciones que
emanan del ministerio de Gallardón. La jurisdicción contenciosa —los
litigios con la administración— se halla también en el punto de mira del
gobierno. Pero de eso podemos ocuparnos en otra ocasión. Porque tal
como están las cosas la tendencia totalitaria que se manifiesta en la
asfixia del poder judicial —atenazado el poder judicial, todo el poder
estatal queda en el gobierno, con sus brazos de madera en el parlamento—
nos obligará a volver sobre el asunto.
Juan-Ramón Capella
Mientras Tanto
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