domingo, 24 de febrero de 2013

Privatización y liberalización es igual a corrupción e ineficacia

A poco que se analice la cuestión, será fácil concluir que en España nunca han existido empresas públicas. Me dirán que sí, que Renfe, Telefónica, Campsa, Altos Hornos… Pero la realidad demuestra lo contrario. Veamos. Durante muchos años los gobiernos monárquicos gastaron enormes cantidades de dinero en montar una red ferroviaria radial e ineficiente. Fueron empresas francesas quienes las construyeron y explotaron en un primer momento, pero de sobra sabían que si la red no se completaba con otra concéntrica el negocio no sería rentable. Al poco tiempo, ante la huida de los inversores extranjeros, que ya habían hecho su agosto con la construcción, el Estado se tuvo que hacer cargo de las líneas, primero de las menos rentables, después de todas porque ninguna lo era. Así nació RENFE, y así nacerían la mayoría de las grandes empresas de titularidad estatal a lo largo del siglo XX, no para prestar un servicio público decente, sino para salvar a las oligarquías creando un monopolio en el que colocar durante décadas a sus hijos, nietos, cuñados, suegros, consuegros y primos en quinto grado de afinidad. Dato, Romanones, Allende-Salazar, Maura, Silvela o Villaverde dejaban la Presidencia del Consejo de Ministros y, de inmediato, tenían un lugar privilegiado en las empresas que luego se llamarían Campsa, Renfe, Telefónica o Minas de Rif para matar el aburrimiento, enriquecerse, colocar a los allegados y esperar la nueva llamada del rey para volver al Gobierno. A eso se le llamaba turno pacífico en el poder, un eufemismo para nombrar a un régimen esencialmente corrupto en el que toda la riqueza del país estaba supeditada al interés de unos pocos.

Al llegar la democracia, el Estado era dueño de un gran número de monopolios en cuyas altas esferas pululaban y mamaban miembros de las mismas familias que los habían constituido con el dinero de todos más los arribistas añadido por el glorioso alzamiento nacional. De modo que el “nuevo régimen” no heredó empresas públicas para prestar un servicio magnífico a los ciudadanos, sino empresas monopolísticas de titularidad estatal regidas por particulares para su propio beneficio. Una parte mayoritaria de las grandes fortunas españolas se fraguaron al calor de esos monopolios, al calor del sufrimiento de millones de españoles que soportaron pésimas condiciones laborales y un servicio nefasto. A nadie se le puede olvidar como funcionaba Renfe, Telefónica o Campsa en 1975, una verdadera calamidad nacional.

El “nuevo Estado” debió acometer la conversión de esos monopolios en manos de la oligarquía en verdaderas empresas públicas al servicio de los ciudadanos, y en cierto modo se hizo. La modernización y la mejora de los servicios fue visible en pocos años, hasta el extremo de que, salvo Renfe, lastrada por el pésimo diseño de la red y el fomento del automóvil, todas fueron privatizadas porque a los inversores privados les resultaba enormemente goloso quedarse con el monopolio del teléfono, la luz o los combustibles fósiles. También desapareció la banca pública –recordemos Argentaria, uno de los bancos más rentables del país- y a finales de los noventa se inició el proceso de privatización de la Sanidad y la Educación en comunidades como Madrid, Catalunya o Valencia, pero en estos casos una privatización muy particular porque todos los costes seguían figurando en los presupuestos del Estado, mientras los beneficios sólo en las cuentas corrientes, normalmente opacas al Fisco, de los beneficiados con tan pingüe chollo.

La privatización de Telefónica –sirva como ejemplo de la eficacia y pureza de las leyes del mercado- fue acompañada de la “liberalización” del sector de las telecomunicaciones, permitiéndose que otras compañías pudiesen prestar los servicios que hasta entonces estaban reservados a la compañía de titularidad estatal. Ahora tenemos un montón de operadoras, no sé cuantas ni me importan, pero no tenemos un sitio físico dónde reclamar, no recibimos, como parte del Estado que somos en tanto ciudadanos y contribuyentes, los beneficios extraordinarios que genera el negocio, el servicio es cada día peor y la indefensión del usuario mayor. Si a eso añadimos que, como en los viejos tiempos, en su cuadro directivo siempre hay un lugar reservado para los desahuciados de la actividad política, hemos hecho un pan con unas hostias. Igual se puede decir de Endesa, Repsol, Gas Natural, Argentaria –hoy BBVA-, Red Eléctrica, Iberia y los cientos de empresas que sin llegar a ser públicas de verdad han pasado al sector privado. Favor con favor se paga. Sin embargo, la única empresa que ha mejorado sus servicios de forma extraordinaria ha sido la que hasta ahora no ha podido ser privatizada por los problemas de origen antes explicados: Renfe. Pensar hace unos años que un tren prestase un buen servicio y llegase puntual en España era tan utópico como pensar hoy que Rajoy sepa algún día el significado de la palabra democracia.

Y es que se privatiza muy bien cuando detrás de la privatización están los presupuestos del Estado si la cosa no es demasiado rentable, o sí es rentable, la decisión de un gobierno cuyos miembros saben serán recompensados después con todos los manjares que dios creó para los privilegiados en esta tierra maravillosa. De modo que, visto el éxito personal de las privatizaciones de las empresas de titularidad pública, deciden atacar con toda la tropa y acometer la entrega al lucro privado –con los presupuestos del Estado detrás- de la Sanidad, la Educación y la Vejez. ¿Por qué? ¿Es malo nuestro Servicio Nacional de Salud? Excelente hasta hace unos días, uno de los mejores del planeta. ¿Funciona mal la Educación Pública? Tiene a los mejores profesionales y cuando se le dan medios es infinitamente mejor, más libre, más justa y menos segregadora que la concertada que vive del presupuesto, es confesional y excluyente. ¿Y el sistema de pensiones, está mal gestionado por los funcionarios públicos? En absoluto, a día de hoy todavía tiene 60.000 millones ahorrados, aunque en cualquier momento pueden volar sin previo aviso por decisión de sus enemigos depredadores. ¿Entonces? Bien sencillo, por qué va usted, o yo, a tener derecho a ser asistido, educado o pensionado igual que un hijo de Rajoy o de Botín, por qué hay que mantener una esperanza de vida media que está entre las más altas del mundo, por qué vamos a privar a la oligarquía de la enorme alegría pecuniaria de recibir ese magnífico botín? Lo gestionarán mejor. Sí exactamente igual que Endesa, Telefónica, Repsol y demás, ya lo ve usted día a día.

Los procesos de privatización iniciados en España cuando por primera vez las empresas de titularidad estatal comenzaban a ser verdaderas empresas públicas eficaces al servicio de la ciudadanía, están en el origen de todas las corrupciones que hoy nos asolan porque cuanto se vende algo que es de todos sin que exista motivo alguno para ello, ya que da beneficios sociales y económicos, se hace porque sectores privados quieren apropiarse de la cosa para lucrarse de forma desmesurada y segura, y es en ese momento cuando el dinero fluye en cantidades inmensas hacia los centros de poder, llámense municipios, comunidades o Estado. La liberalización o desregulación es el marco “legal” abonado para que esas prácticas mafiosas puedan ocurrir y multiplicarse de modo exponencial. Es por ello que privatizaciones, externalizaciones, concesiones y demás chanchullos putrefactos y antisociales deberían estar prohibidos por la Constitución. Tendríamos entonces unos servicios públicos excelentes, perfectamente asumibles y los corruptos se verían abocados a buscar otra cloaca.

Pedro L. Angosto
Nueva Tribuna

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