El autor, que
participa en el despacho colectivo red-juridica.com y la Asociación
Libre de Abogados, analiza la importancia de uno
de los recortes sociales “invisibles” del Gobierno.
Son tiempos de cambios, de reformas,
de recortes, de retrocesos en lo social, lo laboral, lo político, lo
cultural… El saqueo al que ha sido sometido el estado del bienestar
durante décadas por parte del sistema financiero nacional e
internacional, ha dejado tras de si una “tierra quemada” en la que los
ciudadanos comienzan ha ser abandonados a su suerte y el Estado
retrocede, entre medio complacido y exhausto, en su gestión de lo
publico como cimentación de la sociedad.
Son variadas las medidas que se están imponiendo para
tratar de mantener navegando el barco de la economía, y casi todas a
costa de atacar las líneas de flotación del Estado Social y Democrático
de Derecho (Art. 1 de la Constitución).
Entre una de estas numerosas medidas está el aumento desproporcionado, tanto en cuantía como en número, de las “tasas judiciales”.
Una tasa es la contribución que los ciudadano pagamos por un servicio
cuya prestación es titularidad, en general, exclusiva del ente público.
En la actualidad entre las diversas tasas que afectan al ámbito de las
prestaciones del Estado están aquellas relacionadas con la
administración de Justicia y el acceso a determinados tipos de
jurisdicciones y procedimientos dentro de ella, y cuya cuantía máxima se
encuentra actualmente en los 600 euros que pagan las sociedades por
interponer un recurso de casación ante el Tribunal Supremo; cuantía que,
por ejemplo, con la reforma que plantea el gobierno se incrementaría
hasta los 1200 euros que tendrá que pagar incluso las personas físicas,
es decir, cualquier ciudadano. No obstante quedarían exentos de esta
obligación tributaria aquellos ciudadanos, que por sus circunstancias
personales y económicas, tengan reconocido el beneficio de la Justicia
gratuita.
La excusa del Ministerio de Justicia para introducir
estas tasas es que con ellas se harán frente a los gastos derivados del
sostenimiento del servicio de turno de oficio entre los abogados y
procuradores, lo que inaugura en la administración de Justicia el
denostado “co-pago”.
Muchas veces no somos capaces de percibir al sistema judicial como un servicio público a la altura de la sanidad o la educación,
por ejemplo, puesto que el mismo es muchas veces el brazo ejecutor de
unas leyes manifiestamente injustas. Pero es precisamente por eso por lo
que es absolutamente fundamental defender un sistema de administración
de Justicia, democrático, público y de calidad, donde la igualdad de armas y el acceso universal no puedan ser objeto de ningún cuestionamiento.
Va a ser difícil explicar a los ciudadanos que tienen
que pagar unas tasas, a veces desorbitadas, por acceder a una
administración de Justicia “obsoleta, añosa, desnortada y caótica,
incomprensible en su funcionamiento e incapaz de generar confianza ni
hacia dentro ni hacia fuera”, según definición dada por los jueces
decanos del estado español reunidos en Vitoria en su XXI encuentro anual
en noviembre del año pasado.
El preámbulo de la Ley 37/2011, de 19 de octubre, de
medidas de agilización procesal apuntaba ya la posible causa de este
“caos”: Según la citada norma “El sobrevenido aumento de la litigiosidad
es indicativo de la confianza cada vez mayor que los ciudadanos
depositan en nuestra Administración de Justicia como medio para resolver
sus conflictos y pretensiones, pero al propio tiempo ha puesto de
manifiesto la necesidad de introducir profundas reformas para asegurar
la sostenibilidad del sistema y garantizar que los ciudadanos puedan
disponer de un servicio público de calidad”. Sin duda el engaño es
grueso y la contradicción manifiesta, toda vez que admite el legislador
que se ha producido un aumento considerable del recurso a los tribunales
por parte de los ciudadanos para resolver conflictos, pero en vez
aumentar los medios de juzgados y tribunales, el número de estos, las
plantillas funcionariales o los medios técnicos y materiales, como
aconsejaría la lógica, interpreta que este ejercicio legítimo de un
derecho fundamental y el uso de un servicio público como es la
Administración de Justicia se está haciendo de manera irracional y
abusiva y es por ello por lo que el sistema se encuentra colapsado,
siendo por tanto necesario poner algún tipo de traba a su acceso y
utilización, y sabemos desde siempre que no existe mejor cortafuegos
para estas cosas que el económico.
El Gobierno, contra el interés de todos los ciudadanos y en especial de los que menos tienen, y contra
el criterio de todos los operadores jurídicos desde del Consejo General
de la Abogacía Española, hasta las asociaciones de jueces, secretarios
judiciales y fiscales, pasando por eminentes catedráticos de
Derecho, ha decidido legislar por el trámite de urgencia una ley de
tasas judiciales de cuyo concepto, como pago universal, no teníamos
noticias desde la normativa preconstitucional al respecto fechada en
1959 y que fue derogada en 1986 en aras del mandato constitucional que
impone a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones
para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas, y de remover
los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud (art. 9.2 CE).
En conclusión, sin duda la introducción y elevación de
las tasas judiciales (entre 50 y 750 euros, dependiendo del
procedimiento), junto con la supresión de los Servicios de Orientación
Jurídica (SOJ), y los ataques al Turno de Oficio, representan el
desmantelamiento del modelo actual de justicia constitucionalmente
reconocido como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico,
haciendo proverbial esa conocida sentencia (nunca mejor dicho) de
Monseñor Romero (popularizada por Eduardo Galeano) la cual afirmaba que
“la Justicia es como la serpiente, solo muerde al pie descalzo”.
Eduardo G. Cuadrado
Diagonal
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