El actual régimen constitucional
cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es verdaderamente independiente?
La cuestión no es baladí, puesto
que el Poder Judicial es un garante público de los deberes de todos, incluidas
las instituciones, respecto de los ciudadanos (hablo de deberes, y no de
derechos de los ciudadanos, porque sin aquéllos éstos son papel mojado, como se
ha tratado de argumentar en El libro de los deberes, editado por el profesor
Estévez Araujo y Trotta editorial).
Desde mi punto de vista, no se ha
visto que gobierno alguno de este primer régimen constitucional desde la guerra
civil haya tenido el menor interés en que exista un verdadero poder judicial
independiente; ha preferido una independencia, digamos, relativa, incompleta:
decididamente inacabada.
Es preciso explicar por qué. Y la
explicación incluye varios factores. El más destacable fue la perplejidad del
constituyente de 1978 ante la magistratura heredada. Tenía ante sí un cuerpo de
magistrados complejo: parte importante de él había surgido de las
"oposiciones patrióticas" del franquismo de los años cuarenta. Los
funcionarios anteriores habían sido depurados muy duramente por el régimen. En
el ámbito del derecho penal la magistratura había sido muy dúctil a los diseños
del franquismo.
De modo que los poderes
constitucionales optaron por anticipar la jubilación de los magistrados, para
librarse de los más antiguos, y someter a tutela al poder judicial. Una tutela
en realidad innecesaria para el sistema constitucional, pues en los cuerpos
judicial y fiscal también habían brotado con fuerza el antifranquismo y las
aspiraciones a la democracia. En seguida se advirtió, con excepciones que
fueron objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por jueces y fiscales
del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del poder judicial
apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio militar,
minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el gobierno del Psoe
(el movimiento pacifista de objetores de conciencia, hoy olvidado, fue una gran
aportación, masiva y de gran calidad moral, a la democracia en España).
Sin embargo el resultado de
aquella "solución" de los años setenta es que todavía hoy no existe
en España un Poder Judicial independiente de los otros poderes del Estado, sino
un poder judicial tutelado y disminuido, situación que explica las dificultades
de este poder para reprimir la rampante corrupción que afecta principalmente,
todo hay que decirlo, a los poderes tutelantes. No hay un poder judicial
independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.
Esa falta de independencia, esa
tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:
En primer lugar, en la
dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado. El carácter político
y no judicial de esta Fiscalía se pone de manifiesto en los cambios también
políticos en las jefaturas de las fiscalías de las audiencias cada vez que hay
una mutación de gobierno significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir
órdenes, generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de
ellos dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal vistos
por la superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las órdenes pueden
referirse al modo de enfocar los procedimientos, pero también, por supuesto,
órdenes de actuar y sobre todo órdenes de no actuar. Los criterios de actuación
punitiva pública tienden a quedar así politizados y mediatizada la consciencia
moral de los fiscales en los casos de mayor relevancia para los ciudadanos.
Un poder judicial independiente
debería integrar en su seno al ministerio fiscal, separándolo por completo del
poder ejecutivo. El público debe saber que los fiscales son magistrados como
los demás, que han superado las mismas pruebas de selección que los jueces, y
que por tanto están plenamente capacitados profesionalmente para ser integrados
en un poder judicial independiente del poder ejecutivo del Estado.
El gobierno del poder judicial
radica en España en el Consejo General del Poder Judicial. Con él se establece
la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos
mayoritarios— del Poder Judicial.
Es escandaloso que, a las claras,
los partidos mayoritarios —formalmente, el parlamento— disputen los puestos de
poder en el CGPJ. Esa disputa muestra tanto la importancia que atribuyen al
Consejo General, en cuyas decisiones pretenden influir, como la dependencia del
poder legislativo de un poder del Estado que tendría que ser también
independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual es un órgano claramente
politizado. (Y lo será todavía más si llegan a materializarse las propuestas al
respecto del ministro Ruiz Gallardón.)
También es escandalosa, dicho sea
entre paréntesis, la complacencia de la prensa, que no denuncia esta situación;
más bien parece que está encantada de tener algo que contar acerca de las
disputas de los partidos políticos al respecto.
La tutela del Poder Judicial por
los demás poderes del Estado se manifiesta igualmente en la inexistencia de una
auténtica policía judicial, dependiente orgánica y no sólo funcionalmente de
los magistrados. Los gobiernos hacen uso de la dependencia orgánica de la
policía y otros instrumentos de los jueces para interferir en los procesos. Y
lo hacen a veces con el mayor descaro y de forma escandalosa; así, hemos visto
la sustitución por el gobierno del equipo policial que auxiliaba al magistrado
instructor del caso Noos, o la del grupo de funcionarios de Hacienda en la
instrucción judicial del caso Gürtel.
Un Poder Judicial independiente
debe contar con una policía judicial y organismos auxiliares dependientes
funcional y orgánicamente de él, y también con el auxilio funcional de todos
los cuerpos administrativos del Estado siempre que lo necesite. La urgente
revisión democrática y soberana de la Constitución —soberana, por recurso a la
ciudadanía: esto es, contrapuesta a los cambios pactados por arriba en el
excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe establecer claramente este
punto.
Por otra parte la dependencia de
los gobiernos de la administración de justicia en España la pone de manifiesto
su escasez de medios, la cicatería que los sucesivos gobiernos han opuesto al
buen funcionamiento del poder judicial. Basta comparar una oficina judicial
cualquiera con una notaría, o incluso con una procuraduría de los tribunales,
para comprender la infradotación de medios del Poder Judicial.
Conciliar independencia judicial
con democracia
El poder judicial debe ser
independiente tanto del ejecutivo como del legislativo —de otro modo depende de
la partitocracia—. Y la policía judicial y demás medios de investigación no
deben guardar con el poder judicial sólo una dependencia funcional, pues la
dependencia orgánica del ejecutivo es causa de interferencias.
La falta de democracia de la
justicia no la disimula el artificio de los juicios con jurado, carentes de
tradición en nuestro país, y menos cuando la prensa realiza juicios paralelos
que dan lugar a falsas expectativas (recuérdese el caso Wanninkhof, con condena
unánime de persona inocente). La experiencia de magistrados, fiscales y demás
operadores jurídicos es mejor contención de la influencia de la prensa ansiosa
de noticias que unas personas sin experiencia de las situaciones judiciales.
¿Es posible articular un poder
judicial de magistrados profesionales con el principio democrático?
Es obviamente posible si para los
órganos de gobierno de la magistratura se recurre a la ciudadanía, a la
soberanía popular. Por ejemplo, indirectamente, mediante la elección de
compromisarios —cincuenta, por ejemplo— encargados de dirimir la elección de
los miembros del Consejo General del Poder Judicial. O incluso por elección
directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se celebran comicios
para asuntos menos importantes, como la diputación al parlamento europeo, ente
aún casi decorativo.)
Por supuesto, un poder judicial
independiente debe incluir a la fiscalía y una policía judicial, como ya defendió
P. Calamandrei para la constitución italiana. La diferencia entre juces y
fiscales sólo ha de ser funcional, siendo ambos magistrados.
Por último, un poder judicial
independiente debería gobernarse por consenso y no mediante la formación de
mayorías.
Hay sistemas electorales y de
decisión que evitan la formación de mayorías y minorías; aunque el ejemplo
parlamentario los haya eclipsado, tienen tradición y peso históricos:
Una técnica electoral es el doble
voto —bola blanca y bola negra, voto y veto— usada en los monasterios
medievales para la decisiva cuestión de la elección del abad, que podía dividir
a la comunidad de los monjes o entregar su gobierno a personas no deseadas por
grupos amplios de ellos. El sistema del doble voto para cada elector conduce a
la elección de las personas que obtienen el mayor consenso de todos.
Otra técnica electoral son las
votaciones eliminatorias sucesivas de candidatos —combinada o no con la
primera—, que tampoco crea contraposición entre vencedores y vencidos, sino
maduración de la decisión y consenso.
Como señalaba Antonio Gramsci,
hay problemas que no se resuelven por la formación de mayorías, sino por la
maduración de las decisiones.
Recurrir a la soberanía popular,
a la intervención de los ciudadanos —sin eliminar del proceso electoral las
manifestaciones de preferencias de los partidos políticos, pero tampoco las de
los sindicatos, organizaciones no gubernamentales y asociaciaciones de
ciudadanos— permitiría erigir un Poder Judicial independiente y democrático a
la vez: justamente lo que necesitamos.
¿Se resolverían automáticamente
los problemas de la Justicia
con un poder judicial independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el
habitus de quienes tienen a su cargo administrar justicia.
La independencia facilita algo
muy importante en los funcionarios: el valor. Pues se necesita valentía para no
temer la influencia porosa, osmótica, a veces, y otras expresa y potente,
prepotente, de otros poderes del estado y de poderes económicos y mediáticos.
La independencia y el valor de los funcionarios permitiría dar una mejor
respuesta judicial a la corrupción.
(Para que quede claro a qué me
estoy refiriendo recordaré el caso del juez de la audiencia nacional al que le
correspondía instruir lo que luego fue conocido como el caso Lasa y Zabala,
esto es, un caso gravísimo de terrorismo de Estado. Aquel magistrado no se
atrevió a enfrentarse con eso y abandonó la magistratura por el ejercicio
privado de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente instruyó
el caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de
Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra causa y
expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación entre una cosa
y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación hubiera quedado en
simple error judicial.)
Creo que para ejercer la
actividad judicial se necesita realmente el valor, la valentía, para no tener
que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a formar parte
generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales, cuando puedan
saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la intromisión de
poderes políticos y sociales. La independencia del poder judicial está para
eso.
Y para estimular a los
magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus no correspondientes
siquiera a esa ficción de igualdad que es el igualitarismo político, aspectos
por fortuna ya no mayoritarios; para superar el burocratismo funcional.
En lo que respecta al habitus
específico de los fiscales, su integración plena en un poder judicial
independiente facilitaría que vieran su tarea no como fundamentalmente
acusatoria sino, más en profundidad, como garantes de los derechos procesales
de los ciudadanos. (El Tribunal Supremo ha estimado en casación numerosos
recursos por violación de las garantías procesales. Pero no se conoce uno solo
de esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por la fiscalía, lo que
muestra una significativa mutilación de su habitus institucional.)
La independencia judicial,
¿utopía o necesidad?
Lo que he propugnado puede
parecer una utopía, aunque es simplemente una prolongación de la Ilustración jurídica;
es preciso impedir que ésta se venga abajo sin un recambio adecuado.
Pues donde en realidad estamos es
en el despliegue de una cacotopía que puede llevarse por delante el universo de
los derechos y las garantías generalizados.
Hemos visto volatilizarse el derecho
a la intimidad y a la seguridad en las comunicaciones por las posibilidades
abiertas por la informática a las empresas de esta rama industrial y a los más
potentes Estados. Hemos visto el espionaje masivo a gobiernos y empresas. Hemos
visto asesinatos mediante drones, sin juicio, como si la represión del
terrorismo fuera una acción de guerra, lo que no deja de ser una ficción
jurídica. Hemos visto la porosidad y la mutilación de las soberanías
nacionales. Hemos visto los horrores de las intervenciones armadas del llamado
"derecho internacional humanitario", que generan centenares de miles,
o millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos visto realizado el
dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces equivale a una verdad,
incrementado el poder de repetición por la industria de producción de
contenidos de conciencia.
Hemos entrado en un mundo de
barbarie donde el poder se deslocaliza y el derecho, que siempre ha estado
asociado a la territorialidad, se vuelve crecientemente impotente. La
gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.
Incluso si este proyecto
barbarizante no prospera, sí prosperarán tecnologías e internacionalizaciones.
En el futuro van a ser necesarias formas nuevas y ágiles de colaboración
internacional de la justicia, o incluso podría verse el despliegue amplio de una
verdadera justicia internacional, de un arbitraje de los inevitables
conflictos.
Un poder judicial fuerte e
independiente puede ser, en primer lugar, un dique local frente a la
barbarización.
Personalmente, por la previsión
de lo que se nos echa encima, no soy optimista. Es el pesimismo de la
inteligencia. Pero en cambio veo con realismo y también optimismo las prácticas
personales y grupales que generan cambios, que sostienen valores, que inducen a
la innovación incluso institucional. Pues es en las prácticas buenas e
innovadoras donde se generan las voluntades de vivir dentro de un horizonte de
expectativas no diré que justo, pero sí, al menos, razonable y por eso
perfectible.
Juan Ramón Capella
Mientras Tanto
Juan-Ramón Capella
El actual régimen constitucional cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es verdaderamente independiente?
La cuestión no es baladí, puesto que el Poder Judicial es un garante
público de los deberes de todos, incluidas las instituciones, respecto
de los ciudadanos (hablo de deberes, y no de derechos de los ciudadanos,
porque sin aquéllos éstos son papel mojado, como se ha tratado de
argumentar en El libro de los deberes, editado por el profesor Estévez Araujo y Trotta editorial).
Desde mi punto de vista, no se ha visto que gobierno alguno de este
primer régimen constitucional desde la guerra civil haya tenido el menor
interés en que exista un verdadero poder judicial independiente; ha
preferido una independencia, digamos, relativa, incompleta:
decididamente inacabada.
Es preciso explicar por qué. Y la explicación incluye varios
factores. El más destacable fue la perplejidad del constituyente de 1978
ante la magistratura heredada. Tenía ante sí un cuerpo de magistrados
complejo: parte importante de él había surgido de las "oposiciones
patrióticas" del franquismo de los años cuarenta. Los funcionarios
anteriores habían sido depurados muy duramente por el régimen. En
el ámbito del derecho penal la magistratura había sido muy dúctil a los
diseños del franquismo.
De modo que los poderes constitucionales optaron por anticipar la
jubilación de los magistrados, para librarse de los más antiguos, y
someter a tutela al poder judicial. Una tutela en realidad innecesaria
para el sistema constitucional, pues en los cuerpos judicial y fiscal
también habían brotado con fuerza el antifranquismo y las aspiraciones a
la democracia. En seguida se advirtió, con excepciones que fueron
objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por jueces y fiscales
del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del poder judicial
apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio
militar, minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el
gobierno del Psoe (el movimiento pacifista de objetores de conciencia,
hoy olvidado, fue una gran aportación, masiva y de gran calidad moral, a
la democracia en España).
Sin embargo el resultado de aquella "solución" de los años setenta es que todavía hoy no
existe en España un Poder Judicial independiente de los otros poderes
del Estado, sino un poder judicial tutelado y disminuido, situación
que explica las dificultades de este poder para reprimir la rampante
corrupción que afecta principalmente, todo hay que decirlo, a los
poderes tutelantes. No hay un poder judicial independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.
Esa falta de independencia, esa tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:
En primer lugar, en la dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado.
El carácter político y no judicial de esta Fiscalía se pone de
manifiesto en los cambios también políticos en las jefaturas de las
fiscalías de las audiencias cada vez que hay una mutación de gobierno
significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir órdenes,
generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de
ellos dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal
vistos por la superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las
órdenes pueden referirse al modo de enfocar los procedimientos, pero
también, por supuesto, órdenes de actuar y sobre todo órdenes de no actuar.
Los criterios de actuación punitiva pública tienden a quedar así
politizados y mediatizada la consciencia moral de los fiscales en los
casos de mayor relevancia para los ciudadanos.
Un poder judicial independiente debería integrar en su seno al ministerio fiscal, separándolo por completo del poder ejecutivo.
El público debe saber que los fiscales son magistrados como los demás,
que han superado las mismas pruebas de selección que los jueces, y que
por tanto están plenamente capacitados profesionalmente para ser
integrados en un poder judicial independiente del poder ejecutivo del
Estado.
El gobierno del poder judicial radica en España en el Consejo General del Poder Judicial. Con él se establece la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos mayoritarios— del Poder Judicial.
Es escandaloso que, a las claras, los partidos mayoritarios
—formalmente, el parlamento— disputen los puestos de poder en el CGPJ.
Esa disputa muestra tanto la importancia que atribuyen al Consejo
General, en cuyas decisiones pretenden influir, como la dependencia del poder legislativo de un poder del Estado que tendría que ser también
independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual es un órgano
claramente politizado. (Y lo será todavía más si llegan a materializarse
las propuestas al respecto del ministro Ruiz Gallardón.)
También es escandalosa, dicho sea entre paréntesis, la complacencia
de la prensa, que no denuncia esta situación; más bien parece que está
encantada de tener algo que contar acerca de las disputas de los
partidos políticos al respecto.
La tutela del Poder Judicial por los demás poderes del Estado se manifiesta igualmente en la inexistencia de una auténtica policía judicial,
dependiente orgánica y no sólo funcionalmente de los magistrados. Los
gobiernos hacen uso de la dependencia orgánica de la policía y otros
instrumentos de los jueces para interferir en los procesos. Y lo hacen a
veces con el mayor descaro y de forma escandalosa; así, hemos visto la
sustitución por el gobierno del equipo policial que auxiliaba al
magistrado instructor del caso Noos, o la del grupo de funcionarios de
Hacienda en la instrucción judicial del caso Gürtel.
Un Poder Judicial independiente debe contar con una policía judicial y
organismos auxiliares dependientes funcional y orgánicamente de él, y
también con el auxilio funcional de todos los cuerpos administrativos
del Estado siempre que lo necesite. La urgente revisión democrática y
soberana de la Constitución —soberana, por recurso a la ciudadanía: esto
es, contrapuesta a los cambios pactados por arriba en el excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe establecer claramente este punto.
Por otra parte la dependencia de los gobiernos de la administración
de justicia en España la pone de manifiesto su escasez de medios, la
cicatería que los sucesivos gobiernos han opuesto al buen funcionamiento
del poder judicial. Basta comparar una oficina judicial cualquiera con
una notaría, o incluso con una procuraduría de los tribunales, para
comprender la infradotación de medios del Poder Judicial.
Conciliar independencia judicial con democracia
El poder judicial debe ser independiente tanto del ejecutivo como del
legislativo —de otro modo depende de la partitocracia—. Y la policía
judicial y demás medios de investigación no deben guardar con el poder
judicial sólo una dependencia funcional, pues la dependencia orgánica
del ejecutivo es causa de interferencias.
La falta de democracia de la justicia no la disimula el artificio de
los juicios con jurado, carentes de tradición en nuestro país, y menos
cuando la prensa realiza juicios paralelos que dan lugar a falsas
expectativas (recuérdese el caso Wanninkhof, con condena unánime de
persona inocente). La experiencia de magistrados, fiscales y demás
operadores jurídicos es mejor contención de la influencia de la prensa
ansiosa de noticias que unas personas sin experiencia de las situaciones
judiciales.
¿Es posible articular un poder judicial de magistrados profesionales con el principio democrático?
Es obviamente posible si para los órganos de gobierno de la magistratura se recurre a la ciudadanía, a la soberanía popular.
Por ejemplo, indirectamente, mediante la elección de compromisarios
—cincuenta, por ejemplo— encargados de dirimir la elección de los
miembros del Consejo General del Poder Judicial. O incluso por elección
directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se celebran
comicios para asuntos menos importantes, como la diputación al
parlamento europeo, ente aún casi decorativo.)
Por supuesto, un poder judicial independiente debe incluir a la
fiscalía y una policía judicial, como ya defendió P. Calamandrei para la
constitución italiana. La diferencia entre juces y fiscales sólo ha de
ser funcional, siendo ambos magistrados.
Por último, un poder judicial independiente debería gobernarse por consenso y no mediante la formación de mayorías.
Hay sistemas electorales y de decisión que evitan la formación de
mayorías y minorías; aunque el ejemplo parlamentario los haya eclipsado,
tienen tradición y peso históricos:
Una técnica electoral es el doble voto —bola blanca y bola negra,
voto y veto— usada en los monasterios medievales para la decisiva
cuestión de la elección del abad, que podía dividir a la comunidad de
los monjes o entregar su gobierno a personas no deseadas por grupos
amplios de ellos. El sistema del doble voto para cada elector conduce a
la elección de las personas que obtienen el mayor consenso de todos.
Otra técnica electoral son las votaciones eliminatorias sucesivas de
candidatos —combinada o no con la primera—, que tampoco crea
contraposición entre vencedores y vencidos, sino maduración de la
decisión y consenso.
Como señalaba Antonio Gramsci, hay problemas que no se resuelven por
la formación de mayorías, sino por la maduración de las decisiones.
Recurrir a la soberanía popular, a la intervención de los ciudadanos
—sin eliminar del proceso electoral las manifestaciones de preferencias
de los partidos políticos, pero tampoco las de los sindicatos,
organizaciones no gubernamentales y asociaciaciones de ciudadanos—
permitiría erigir un Poder Judicial independiente y democrático a la
vez: justamente lo que necesitamos.
¿Se resolverían automáticamente los problemas de la Justicia con un poder judicial independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el habitus de quienes tienen a su cargo administrar justicia.
La independencia facilita algo muy importante en los funcionarios: el valor.
Pues se necesita valentía para no temer la influencia porosa, osmótica,
a veces, y otras expresa y potente, prepotente, de otros poderes del
estado y de poderes económicos y mediáticos. La independencia y el valor
de los funcionarios permitiría dar una mejor respuesta judicial a la
corrupción.
(Para que quede claro a qué me estoy refiriendo recordaré el caso del
juez de la audiencia nacional al que le correspondía instruir lo que
luego fue conocido como el caso Lasa y Zabala, esto es, un caso
gravísimo de terrorismo de Estado. Aquel magistrado no se atrevió a
enfrentarse con eso y abandonó la magistratura por el ejercicio privado
de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente instruyó el
caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de
Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra
causa y expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación
entre una cosa y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación
hubiera quedado en simple error judicial.)
Creo que para ejercer la actividad judicial se necesita realmente el valor, la valentía, para no tener que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a formar parte generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales, cuando puedan saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la intromisión de poderes políticos y sociales. La independencia del poder judicial está para eso.
Y para estimular a los magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus
no correspondientes siquiera a esa ficción de igualdad que es el
igualitarismo político, aspectos por fortuna ya no mayoritarios; para
superar el burocratismo funcional.
En lo que respecta al habitus específico de los fiscales, su
integración plena en un poder judicial independiente facilitaría que
vieran su tarea no como fundamentalmente acusatoria sino, más en
profundidad, como garantes de los derechos procesales de los ciudadanos.
(El Tribunal Supremo ha estimado en casación numerosos recursos por
violación de las garantías procesales. Pero no se conoce uno solo de
esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por la fiscalía, lo
que muestra una significativa mutilación de su habitus institucional.)
La independencia judicial, ¿utopía o necesidad?
Lo que he propugnado puede parecer una utopía, aunque es simplemente
una prolongación de la Ilustración jurídica; es preciso impedir que ésta
se venga abajo sin un recambio adecuado.
Pues donde en realidad estamos es en el despliegue de una cacotopía
que puede llevarse por delante el universo de los derechos y las
garantías generalizados.
Hemos visto volatilizarse el derecho a la intimidad y a la seguridad
en las comunicaciones por las posibilidades abiertas por la informática a
las empresas de esta rama industrial y a los más potentes Estados.
Hemos visto el espionaje masivo a gobiernos y empresas. Hemos visto
asesinatos mediante drones, sin juicio, como si la represión del
terrorismo fuera una acción de guerra, lo que no deja de ser una ficción jurídica.
Hemos visto la porosidad y la mutilación de las soberanías nacionales.
Hemos visto los horrores de las intervenciones armadas del llamado
"derecho internacional humanitario", que generan centenares de miles, o
millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos visto realizado
el dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces equivale a
una verdad, incrementado el poder de repetición por la industria de
producción de contenidos de conciencia.
Hemos entrado en un mundo de barbarie donde el poder se deslocaliza y
el derecho, que siempre ha estado asociado a la territorialidad, se
vuelve crecientemente impotente. La gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.
Incluso si este proyecto barbarizante no prospera, sí prosperarán
tecnologías e internacionalizaciones. En el futuro van a ser necesarias
formas nuevas y ágiles de colaboración internacional de la justicia, o
incluso podría verse el despliegue amplio de una verdadera justicia
internacional, de un arbitraje de los inevitables conflictos.
Un poder judicial fuerte e independiente puede ser, en primer lugar, un dique local frente a la barbarización.
Personalmente, por la previsión de lo que se nos echa encima, no soy
optimista. Es el pesimismo de la inteligencia. Pero en cambio veo con
realismo y también optimismo las prácticas personales y grupales que
generan cambios, que sostienen valores, que inducen a la innovación
incluso institucional. Pues es en las prácticas buenas e innovadoras
donde se generan las voluntades de vivir dentro de un horizonte de
expectativas no diré que justo, pero sí, al menos, razonable y por eso
perfectible.
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