Cada vez está más claro que
nuestra riqueza nacional obtenida en los largos años dorados del boom
inmobiliario no fue a parar a la educación. La educación, como podemos
comprobar un día sí y otro también, no es una de nuestras glorias nacionales, a
diferencia, por ejemplo, del fútbol o, hasta no hace mucho, de los toros. Y
aunque los políticos suelen hablar de la educación, la mayoría de ellos no
sienten ninguna devoción hacia ella y prefieren, por el contrario, estimular la
ignorancia, la burricie y la estupidez.
Es un privilegio que no puede
dejarse en manos de burócratas que desprecian a los profesores
La educación en España provoca
mucho ruido y poco debate. En términos generales, nuestros políticos sienten
atracción por el poder, la comunicación, es decir, salir mucho en los medios, y
por sus votantes, aunque solo por los más fieles. Como para lograr todo eso no
necesitan estudiar, sentir el amor por el conocimiento, la educación les trae
sin cuidado. Hablan, eso sí, de formación, pero, en realidad, quieren decir
preparación, adquirir crédito profesional a través de un título, ganar dinero
fácil y con rapidez. La formación es otra cosa.
Como ocurre con casi todo en la
vida, no hay una única y simple verdad sobre la educación, pero hay un acuerdo
bastante básico entre los especialistas en señalar que la educación significa
el desarrollo integral de los individuos más allá de la preparación
profesional, algo que incluye necesariamente comprender la naturaleza de las
cosas y el mundo que nos rodea. La educación es una guía imprescindible para
captar los entresijos de la sociedad tan compleja que hemos creado.
Conocimiento, respeto por las personas y ambición por ampliar los estrechos
horizontes de la pequeña comunidad de vecinos, familia y amigos en la que cada
uno habitamos. Esas son tres cualidades básicas de la educación.
Con el trasfondo de la cruda
crisis económica y de las altas tasas de paro que padecemos, a muchos les gusta
repetir hasta la saciedad que nunca ha habido una generación tan bien formada
como los jóvenes en la actualidad, lo cual, vista la historia de España de la
mayor parte del siglo XX, no significa gran cosa. Ese tópico, un lugar común
bastante generalizado también en los medios de comunicación, en las tertulias y
en la calle, es el resultado, por un lado, de la confusión entre preparación
profesional, aunque sea chapucera, y formación; y por otro, de un
desconocimiento agudo y preocupante de lo que significa la educación.
Una persona educada debe ser
capaz de pensar y escribir con claridad, comunicar con precisión y pensar
críticamente, algo que debería ser un requisito imprescindible para los
estudiantes universitarios. No hace falta conocer mucho las universidades españolas
ni ser un especialista en educación para comprobar lo lejos que estamos de esa
primera y fundamental premisa.
Una buena educación, además, debe
proporcionar una apreciación crítica de las formas en que obtenemos el
conocimiento y la comprensión de la sociedad, conocimientos básicos de los
métodos experimentales de las ciencias, de los logros sociales, artísticos y
literarios del pasado, de las principales concepciones religiosas y filosóficas
que han guiado la evolución de la humanidad. No se puede ser provinciano, solo
del pueblo o ciudad donde uno ha nacido, sin aspirar a aprender de verdad otros
idiomas, ignorando a las otras culturas o los hechos históricos que han
contribuido a configurar el presente. La educación debería servir también, por
supuesto, para adquirir especialización o formación profesional en algún campo
de conocimiento. De una persona educada, en fin, se espera que tenga algún
conocimiento sobre los problemas éticos y morales, en constante cambio, que
pueda ayudarle a formarse un juicio sólido y elegir entre las diferentes
opciones.
El salto de la mera preparación,
de un conocimiento informado, a una apreciación crítica de las cosas, a la
formación profunda, puede resultar una ambición inalcanzable, pero hay que
perseguirla con ahínco a través del estudio continuo, del estímulo del hábito
de la atención, del arte de la expresión y del pensamiento crítico. Desarrollar
los poderes del razonamiento y del análisis no es algo que se estimule mucho
entre nosotros, dominados como estamos por la mentalidad de los tecnócratas y
de los corredores de Bolsa, que animan a obtener beneficios inmediatos, con un
desconocimiento supino de lo que significa organizar la enseñanza a largo
plazo.
La educación es un privilegio que
no puede dejarse en manos de los burócratas, de los amantes de las estadísticas
y del currículo, de quienes desprecian a los profesores y limitan su autoridad
ante los alumnos, los padres y la sociedad en general. En los tiempos en que
vivimos, rodeados de ordenadores y tecnología moderna, la información puede
adquirirse sin demasiada dificultad. La educación necesita mucho más, aunque en
España todavía no nos hayamos enterado.
Julián Casanova es catedrático de
Historia Contemporánea en la
Universidad de Zaragoza.
El País
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