La escritura no nació ni para la poesía ni para la ciencia ni para
las cartas de amor. Como decía el antropólogo Claude Lévi-Strauss, “la
función principal de la escritura antigua era facilitar la esclavización
de otros seres humanos”. Al igual que otras tecnologías, la bendita
palabra escrita se inventó como una herramienta de dominación: como un
instrumento al servicio de los reyes y sacerdotes sumerios, que usaban a
sus escribas para cobrar impuestos, contar esclavos, sacos de trigo y
cabras, y administrar un imperio en expansión.
El arte y el conocimiento llegaron a los libros mucho después. Pero
los usos perversos del lenguaje como palanca para el control social aún
siguen ahí, aunque ahora el más preocupante es otro: la propaganda.
Cualquier manipulación empieza siempre en el diccionario. Por eso llaman
“gasto” al dinero invertido en guarderías, o en salud, o en pensiones,
pero califican como “inversión” a cualquier presupuesto empleado en
infraestructuras, aunque sean tan inútiles como esos trenes AVE que
hasta hace nada circulaban casi vacíos entre Toledo y Albacete.
La última de esas trampas en la lengua aún no está en el diccionario
de la RAE, pero ya es de uso común: el “copago”. Nombran así a un modelo
de sanidad pública como el que ahora estrenará Italia: 25 euros por
cada visita a urgencias, otros 10 por cada cita con el especialista. Lo
llaman copago y no lo es: la palabra correcta sería “repago” porque la
sanidad ya la pagamos a través de los impuestos. El llamado copago
consiste, para entendernos, en que paguen más por la sanidad los
enfermos, y no los que más ganen. Es un impuesto indirecto que grava a
la enfermedad y a la vejez.
Ignacio Escolar
Público
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