La división de poderes no parece
que le guste demasiado a nuestros políticos. Posiblemente piensen que como
Montesquieu murió en 1775, su teoría no sirve hoy día para atender las
necesidades del pueblo, por el que tanto se desviven, siendo suficiente con
celebrar elecciones libres periódicamente. Por eso, aprueban siempre que pueden
leyes que, retorciendo el significado de la Constitución, les
permitan socavar la independencia del Poder Judicial. Sin duda, la más
importante de ellas es la forma de elección de los 12 magistrados del Consejo
General del Poder Judicial que, si a principios de la década de 1980 eran elegidos
por los propios jueces (con un injusto sistema mayoritario, por cierto), desde
1985 son elegidos por las Cortes. Así que, primero, los designan entre el PSOE
y el PP y después se reúnen Zapatero y Rajoy para consensuar el nombre del
presidente del Consejo. Bien mirado, no deja de ser una forma de dividirse el
poder.
Pero los buenos políticos siempre
encuentran oportunidades de echarle una paletada de tierra a Montesquieu, como
en este final de legislatura: aprovechando que la ley de agilización procesal
pasaba por el Senado, han modificado la Ley Orgánica del Poder Judicial para permitir que
los jueces que ocupen cargos políticos pasen a la situación administrativa de
servicios especiales, que es tanto como decir que cuando se van a la política
se les guarda la plaza que tuvieran y que cuando retornan se les cuentan los
años que han estado fuera como si hubieran estado en activo, así que ni se
retrasan en el escalafón ni pierden trienios. Las asociaciones de jueces han
criticado con dureza esta reforma alegando que deteriora la independencia de la
justicia y su imagen de imparcialidad.
Jueces para la Democracia ha señalado
agudamente que se trata de una reforma "inexplicable", tanto que la LO 12/2011, de 22 de
septiembre, no contiene exposición de motivos. Por mi cuenta, añado que esa
falta de explicación está en todo el procedimiento legislativo: el proyecto de
ley de agilización procesal entró en el Pleno del Senado el 13 de septiembre
(es decir, en el último momento de un proceso que empezó en el Congreso el 11
de marzo de 2011) sin llevar una sola referencia a la reforma de la LOPJ y cuando salió el 14 ya
tenía una disposición final en que se le añadía la nueva redacción del artículo
351 de la LOPJ y
una disposición transitoria para darle efectos retroactivos.
¿Cómo lo consiguieron sus
excelencias? Lo hicieron aprovechando que el artículo 125 del Reglamento del
Senado permite que, de común acuerdo, todos los grupos del Senado puedan
introducir "modificaciones" (es decir, pequeños cambios inferiores a
una enmienda) a una ley. Y como todos estaban de acuerdo, pues todos tienen
jueces en sus filas, no hubo necesidad de debate; de tal forma que el único
rastro que se encuentra en el Diario de Sesiones es la aprobación por
asentimiento de unas crípticas "propuestas de modificación con números de
registro 68730 y 68731".
Su contenido no se supo hasta que
se publicó en el Boletín del Congreso del 20 de septiembre, donde apareció sin
el correspondiente "mensaje motivado" del Senado que exige el
artículo 90 de la
Constitución. Tampoco mereció una sola referencia en el Pleno
del Congreso del 22 de septiembre; 343 votos a favor, una abstención, ninguna
explicación. ¿Pero por qué hay que explicar lo evidente y entretener al pueblo
con temas abstrusos?, diría alguno de los muchos políticos que han considerado
que el 15-M no estaba falto de razón en sus críticas a la opacidad de la
política. Con el mismo desparpajo podría zafarse de la pregunta, ¿pero
modificar una ley orgánica en el último segundo, aprovechando una ley
ordinaria, no contradice la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que
exige que haya una conexión material entre las enmiendas y la ley (STC
119/2011)? Hombre, diría nuestro político, me extraña que no vea la conexión
entre una ley de agilización procesal y la nueva forma de agilizar el paso de
la política a la judicatura.
La Ley Orgánica 12/2011
es inconstitucional por la forma en que se ha tramitado y, además, también lo
es por su contenido, ya que viola las prohibiciones que la Constitución
establece para los jueces de desempeñar cargos públicos, pertenecer a partidos
y presentarse a las elecciones mientras estén en activo (artículos 127 y 70)
porque la finalidad de esas prohibiciones es impedir que los jueces participen
en política. Y ahora pueden hacerlo igual que los demás funcionarios, sin más
limitación que el requisito formal de no tener el carnet de militante.
Un régimen legal de los jueces
respetuoso con la
Constitución debería ser igual que el establecido para los
militares, pues tienen similares prohibiciones constitucionales: si los
militares tienen que colgar sus uniformes para entrar en política, los jueces
deberían de colgar sus togas. Sin embargo, la ley dice lo contrario: que
cuelguen las togas, pero sin miedo, que no solo se las vamos a guardar, sino
que las lavaremos y plancharemos para que cuando vuelvan no se note que llevan
años sin usarlas.
Agustín Ruiz Robledo es
catedrático de Derecho Constitucional y profesor visitante en el University
College de Dublín.
El País
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