Desde el 15 de mayo muchas
personas salimos a
la calle para protestar sobre
un sistema político
que no nos representa y que supedita
el beneficio privado al bienestar
del conjunto social. En el centro de
esa lucha está la defensa de los servicios
públicos, creados para dar cobertura
a las necesidades propias de
una vida digna. Entre las exigencias
se encuentran el cumplimiento del
derecho a la educación, la reivindicación
de una enseñanza inclusiva para
todas las personas y la defensa de
la educación pública.
Sin embargo, estos lemas que se
vierten frente a los recortes económicos
en las manifestaciones, en las redes
sociales y los medios de comunicación
requieren una revisión de su
significado y una crítica del sistema
educativo previo a la crisis financiera.
En caso contrario, puede que caigamos
en defender las causas que
sustentan un sistema político injusto
e insolidario y, a su vez, que sigamos
sin entender cómo la caja negra educativa
es una maquinaria perfectamente
engrasada de reproducción
social de clase. El derecho a la educación,
contemplado en la legislación
educativa española, establece que la
enseñanza debe orientarse hacia el
pleno desarrollo de la personalidad.
Para que ello sea una realidad no es
suficiente con que exista un sistema
de educación universal y gratuito. El
derecho internacional establece
cuatro condiciones:
1) Disponibilidad:
la oferta formativa debe
ofrecerse en cantidad suficiente.
2)
Accesibilidad: las instituciones y los
programas de enseñanza han de ser
accesibles materialmente y económicamente
a todos, sin discriminación.
3) Aceptabilidad: los programas
y métodos pedagó́gicos han de
ser pertinentes, adecuados culturalmente
y de buena calidad para los
estudiantes y las familias.
4) Adaptabilidad:
la educación ha de tener la
flexibilidad necesaria para adaptarse
a las necesidades sociales del alumnado
y de sus familias en contextos
socioculturales variados.
Por su parte,
la exigencia de una educación inclusiva
implica denunciar los recortes
económicos que está sufriendo el
sistema público de educación, encaminados
a aumentar la brecha entre
el alumnado que parte de distintos
puntos, desde un enfoque social, económico
y del desarrollo psicológico.
Pero no es suficiente, implica también
demandar que todas las personas
no sólo se encuentren físicamente
en los centros, sino que además
aprendan y participen. Para ello es
necesario revisar todas las formas insertas
en la cultura, polí́ticas y
prá́cticas de los centros escolares que
pueden marginar o excluir. A su vez,
los docentes deben entender que el
tratamiento a la diversidad es una
condición de partida irrenunciable y
por tanto, el trabajo del centro educativo
en su conjunto debe adaptarse y
ajustarse a la totalidad del alumnado.
La defensa de la educación pública
requiere de una resignificación. Un
sistema público es en primer término
el que es sufragado con los recursos
económicos de la comunidad.
También lo es porque su titularidad y
gestión se ejerce de una manera directa
por las instituciones públicas.
Pero tras la crisis de legitimidad de
éstas, hay que explicitar que debe satisfacer
las necesidades sociales que
demanda la ciudadanía. Esta condición,
que parecía sobreentenderse,
exige la creación de mecanismos que
garanticen la participación del alumnado,
docentes y familias en la toma
de decisiones sobre la educación que
se imparte, sobre los fines y valores
que se enseñan, y sobre los recursos
necesarios y su distribución. Cabe
preguntarse si cuando salimos a la
calle exigiendo el derecho a una educación
pública inclusiva lo hacemos
realmente por ésto, o por el contrario
protestamos únicamente por unos
recortes que claramente van en la dirección
de empeorar la situación del
sistema educativo español.
Suponer que nuestros centros
educativos dan respuesta a la inclusión
porque son capaces de identificar
a determinados alumnos y
alumnas como aquellos con necesidades
educativas especiales o porque
aplican medidas segregadoras
como los grupos de diversificación
curricular o de educación compensatoria,
implica no querer entender
nada. La alta tasa de fracaso escolar,
la baja motivación de gran parte
del alumnado con los contenidos
del currículo y las paupérrimas expectativas
de muchas familias, dan
muestra de esta errática respuesta a
la demanda de la inclusión.
Por otro lado, defender una escuela
pública que mantiene una
estructura verticalista, donde no
hay espacios reales de participación
y decisión de los docentes, el
alumnado y las familias, en la que
existen equipos directivos tecnocráticos
directamente elegidos por
la administración y sin apoyo de la
comunidad, o donde gran parte del
profesorado se define como especialista
en su materia y no como
agente de cambio, es querer mirar
a otro lado.
Si queremos luchar por el derecho
a una escuela pública e inclusiva,
debemos salir a la calle con un
discurso de máximos, en el que
construyamos un sistema educativo
que denuncie las barreras que
impiden que todas las personas
aprendan de acuerdo con sus necesidades
y demandas. Ha llegado el
momento de decidir qué escuela
queremos. No nos conformemos
con exigir lo que teníamos.
Andrés Muñoz
Diagonal
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