jueves, 23 de febrero de 2012

Educación pública e inclusiva

Desde el 15 de mayo muchas personas salimos a la calle para protestar sobre un sistema político que no nos representa y que supedita el beneficio privado al bienestar del conjunto social. En el centro de esa lucha está la defensa de los servicios públicos, creados para dar cobertura a las necesidades propias de una vida digna. Entre las exigencias se encuentran el cumplimiento del derecho a la educación, la reivindicación de una enseñanza inclusiva para todas las personas y la defensa de la educación pública.

Sin embargo, estos lemas que se vierten frente a los recortes económicos en las manifestaciones, en las redes sociales y los medios de comunicación requieren una revisión de su significado y una crítica del sistema educativo previo a la crisis financiera. En caso contrario, puede que caigamos en defender las causas que sustentan un sistema político injusto e insolidario y, a su vez, que sigamos sin entender cómo la caja negra educativa es una maquinaria perfectamente engrasada de reproducción social de clase. El derecho a la educación, contemplado en la legislación educativa española, establece que la enseñanza debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad.

Para que ello sea una realidad no es suficiente con que exista un sistema de educación universal y gratuito. El derecho internacional establece cuatro condiciones: 

1) Disponibilidad: la oferta formativa debe ofrecerse en cantidad suficiente. 
2) Accesibilidad: las instituciones y los programas de enseñanza han de ser accesibles materialmente y económicamente a todos, sin discriminación. 
3) Aceptabilidad: los programas y métodos pedagó́gicos han de ser pertinentes, adecuados culturalmente y de buena calidad para los estudiantes y las familias. 
4) Adaptabilidad: la educación ha de tener la flexibilidad necesaria para adaptarse a las necesidades sociales del alumnado y de sus familias en contextos socioculturales variados.

Por su parte, la exigencia de una educación inclusiva implica denunciar los recortes económicos que está sufriendo el sistema público de educación, encaminados a aumentar la brecha entre el alumnado que parte de distintos puntos, desde un enfoque social, económico y del desarrollo psicológico. Pero no es suficiente, implica también demandar que todas las personas no sólo se encuentren físicamente en los centros, sino que además aprendan y participen. Para ello es necesario revisar todas las formas insertas en la cultura, polí́ticas y prá́cticas de los centros escolares que pueden marginar o excluir. A su vez, los docentes deben entender que el tratamiento a la diversidad es una condición de partida irrenunciable y por tanto, el trabajo del centro educativo en su conjunto debe adaptarse y ajustarse a la totalidad del alumnado. La defensa de la educación pública requiere de una resignificación. Un sistema público es en primer término el que es sufragado con los recursos económicos de la comunidad.

También lo es porque su titularidad y gestión se ejerce de una manera directa por las instituciones públicas. Pero tras la crisis de legitimidad de éstas, hay que explicitar que debe satisfacer las necesidades sociales que demanda la ciudadanía. Esta condición, que parecía sobreentenderse, exige la creación de mecanismos que garanticen la participación del alumnado, docentes y familias en la toma de decisiones sobre la educación que se imparte, sobre los fines y valores que se enseñan, y sobre los recursos necesarios y su distribución. Cabe preguntarse si cuando salimos a la calle exigiendo el derecho a una educación pública inclusiva lo hacemos realmente por ésto, o por el contrario protestamos únicamente por unos recortes que claramente van en la dirección de empeorar la situación del sistema educativo español.

Suponer que nuestros centros educativos dan respuesta a la inclusión porque son capaces de identificar a determinados alumnos y alumnas como aquellos con necesidades educativas especiales o porque aplican medidas segregadoras como los grupos de diversificación curricular o de educación compensatoria, implica no querer entender nada. La alta tasa de fracaso escolar, la baja motivación de gran parte del alumnado con los contenidos del currículo y las paupérrimas expectativas de muchas familias, dan muestra de esta errática respuesta a la demanda de la inclusión.

Por otro lado, defender una escuela pública que mantiene una estructura verticalista, donde no hay espacios reales de participación y decisión de los docentes, el alumnado y las familias, en la que existen equipos directivos tecnocráticos directamente elegidos por la administración y sin apoyo de la comunidad, o donde gran parte del profesorado se define como especialista en su materia y no como agente de cambio, es querer mirar a otro lado.

Si queremos luchar por el derecho a una escuela pública e inclusiva, debemos salir a la calle con un discurso de máximos, en el que construyamos un sistema educativo que denuncie las barreras que impiden que todas las personas aprendan de acuerdo con sus necesidades y demandas. Ha llegado el momento de decidir qué escuela queremos. No nos conformemos con exigir lo que teníamos.

Andrés Muñoz
Diagonal

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