De guardia en el hospital público madrileño en que trabajo, por
segunda vez en pocas semanas nos derivan un paciente de una clínica
privada. Han sido un niño asegurado por Adeslas y una niña con cobertura
de Sanitas. Ambas familias tienen también aseguramiento público, como
casi todo el mundo con pólizas privadas en España, y todo el derecho a
ser atendidas pero, ¿por qué la privada no cubre sus propias demandas?
Lo resume José Ramón Repullo, profesor de la Escuela Nacional de
Sanidad, afirmando que en nuestro país los seguros privados individuales
son ridículamente baratos pero tienen “mucha letra pequeña”. A la
mínima, o el paciente tiene que pagar de su bolsillo el extra de
determinadas decisiones clínicas, o es derivado al comodín de la
pública.
La sanidad privada tiene un papel que jugar, pero en muchos casos
debe su existencia a ese colchón que cubre a determinados enfermos
crónicos cuya atención sólo asume el sistema público, como los
seropositivos, muchos pacientes oncológicos, o los necesitados de un
trasplante, y al que también envía la mayoría de los más complejos que
no pueden ser atendidos por una infraestructura, en general, más
precaria.
Sin embargo, el lobby de este negocio insiste en que la
privada contribuye a la sostenibilidad de la pública porque la descarga
de pacientes. Una falacia de calado, dado que habitualmente quien tiene
aseguramiento público y privado acude tarde o temprano a los dos
sistemas. Es un conocido axioma en gestión sanitaria que a mayor oferta,
no se distribuye equitativamente la demanda, sino que esta aumenta.
Mientras trabajé durante un par de años atendiendo recién nacidos en
dos clínicas privadas de la capital, percibí varias cosas. Para empezar,
que la primera prioridad era ganar dinero. Con frecuencia se hacían
ingresos cuestionables, estos se prolongaban en exceso, o se solicitaban
pruebas diagnósticas prescindibles con el objetivo de facturar más a
sus respectivas aseguradoras.
Estas prácticas, tan habituales que las aseguradoras deben ser
conscientes (aunque también les debe compensar), tampoco son gratuitas
para el paciente. En este caso se distorsionaba la relación entre madre y
recién nacido y se dinamitaba la educación sanitaria trasmitiendo el
mensaje de que si no intervenimos más, la atención no ha sido óptima. A
mi juicio, en ocasiones los riesgos eran mayores y se retenían pacientes
complejos, como grandes prematuros, que debieran haber sido atendidos
en servicios especializados como los óptimos que tenemos en los grandes
hospitales públicos de nuestra región.
Mi experiencia no es necesariamente generalizable. Numerosos
compañeros se ganan honradamente su dinero en el ámbito privado y, en
Cataluña, por ejemplo, muchos centros privados trabajan sin ánimo de
lucro para el sistema público. Pero si usted cree que es excepcional, no
tiene amigos o familiares en el sector. Y, aunque en la pública tenemos
mucho que mejorar, los problemas son de otro tipo.
Lamentablemente, damos por hecho nuestro gran Sistema Nacional de
Salud, pero ha costado mucho construirlo y es muy vulnerable al ataque y
al desprestigio interesado de ciertos poderes económicos que ven en él
un jugoso pastel. Reiterados mensajes interesados solicitando mayor
colaboración o atender directamente ciertas prestaciones en la privada
(pese a que esto aún no se haya demostrado más eficiente) contribuyen a
aumentar el monstruo.
Las aseguradoras y centros sanitarios privados no quieren colaborar,
quieren comerse esta tarta a la que, hasta ahora, había sido difícil
hincarle el diente por haber venido dando buenos resultados. Ocurre lo
mismo con otros sólidos servicios sanitarios públicos organizados
también en forma de sistema nacional de salud, financiados, como el
nuestro, no por cuotas a la seguridad social -como mucha gente
erróneamente considera-, sino por los impuestos generales. El National
Health Service, homólogo británico, afronta actualmente redoblados
envites en recortes y privatización, aprovechando unas vulnerabilidades
puestas al descubierto por la situación económica.
También en nuestro país, con la excusa de una crisis de orígenes
distintos a los que se nos quiere hacer creer y por los que se nos
insiste en culpabilizar, ha llegado, parafraseando libremente a los
estadounidenses REM, el fin de la sanidad pública tal y como la
conocíamos. Esto si que no es una apreciación personal, es un hecho que
de forma pionera ha comenzado en Cataluña y se va extendiendo poco a
poco al resto de autonomías, aunque sólo ha sido, ya saben, “el inicio
del inicio”.
La sanidad y el resto de servicios sociales sufrirán los mayores
recortes de nuestra historia moderna a partir del próximo marzo, cuando
deben presentarse los nuevos Presupuestos Generales del Estado y cuando
se hayan celebrado las elecciones autonómicas en Andalucía. Después, con
las manos libres, el Gobierno de Mariano Rajoy continuará con la fase
II de su plan de recorte llamado “40.000 millones de euros”, y eso si no
cambia su nombre al alza.
Contextualizando, nuestra sanidad pública supone el 40% del
presupuesto autonómico y unos 70.000 millones en conjunto, de los cuales
la mitad son sueldos de personal. Aunque en Madrid hasta ahora las
renovaciones de eventuales -entre los que me incluyo- se hacían por seis
meses, no de forma casual en enero se nos ha renovado hasta marzo en la
mayoría de hospitales. Posiblemente en otras áreas y otras comunidades
haya ocurrido lo mismo, consulte a su alrededor.
Parece claro que tras este mes no sólo se decidirá el aumento del
IVA, sino que para esas fechas la preocupación sobre la precariedad de
ciertos contratos desaparecerá, sencillamente porque muchos de ellos
dejarán de existir. Los que se queden tendrán más trabajo y,
seguramente, menos sueldo. Y los pacientes –esto es, todos nosotros- no
tenemos más que ver lo que ocurre en Cataluña, donde las listas de
espera, el mayor problema de nuestra sanidad, ya suman 25.000 personas
más. Evidentemente, eso tampoco es gratuito.
John Dalli, comisario europeo de Salud y Consumidores, alertaba
recientemente en Bruselas de que, en un contexto en que “crecimiento” es
la palabra estrella, su principal labor es convencer a las autoridades
nacionales de que los recortes en salud, aunque no producen
consecuencias mesurables inmediatas, tendrán efectos desastrosos a medio
y largo plazo. Como muestra, el botón de los trasplantes. Salvo en
España, donde la excelente labor de la Organización Nacional de
Trasplantes (ONT) está consiguiendo sortear la situación, las donaciones
se han desplomado en los países más afectados por la crisis. Así, han
caído un 35% en Irlanda, un 50% en Grecia, y se han estancado en
Portugal.
No se trata de tirarnos de los pelos, seguimos siendo privilegiados.
Los médicos en paro eran unos 8.000 en 2011 entre más de cuatro millones
de desempleados. Ampliamente, mientras la mayoría de nosotros sigue
teniendo qué comer, algo a lo que no damos suficiente valor, 1.000
millones de personas –un séptimo de la humanidad-, pasa hambre. 50.000
de ellas murieron por este motivo el año pasado en el cuerno de África.
No estaría de más plantearnos, además, cuántas fallecen por nuestra
superabundancia, o porque tenemos una buena atención sanitaria
universal.
Pero también habrá consecuencias positivas. Muchos nos marcharemos,
aprenderemos nuevas lenguas y formas de vivir, y ganaremos un
cosmopolitismo que quizás algún día traeremos de vuelta. La progresiva
medicalización de la vida se resentirá, porque faltará dinero para
medicamentos. La tecnificación también, porque ya nadie querrá comprar
robots quirúrgicos para el escaparate, una de sus pocas utilidades
conocidas por el momento. El electoralismo de multiplicar hospitales
como panes y peces dará paso a que nos centremos más en las olvidadas
atención primaria y salud pública. La innovación empezará, como
verdaderamente debiera, por abajo.
El cambio, como recuerda José Luis Sampedro, es inevitable. Lo
importante es dirigirlo adecuadamente, algo que depende en gran parte de
nosotros. Por un lado, la respuesta cohesionada de los profesionales
sanitarios es imprescindible. No es momento para ombliguismos,
para reivindicar especialidades propias, calendarios vacunales únicos,
prescripciones enfermeras y demás intereses sectoriales más o menos
razonables. Con un enfoque equivocadamente corporativista, el sindicato
médico madrileño, Amyts, acaba de pedir una mesa de negociación
específica argumentando que “existe una diferencia clarísima entre
médicos y los demás trabajadores". Para que vean hasta donde llega la
segregación, los MIR de Madrid también han solicitado ir por su lado.
Francamente, compañeros, nuestros parciales intereses me importan un
bledo. Y se lo importan al resto de la sociedad. Fundamentalmente porque
el impacto que sobre la salud de las personas tendría la consecución de
esos objetivos específicos –el chocolate del loro-, no tiene, ni de
lejos, el que tendrán los recortes o la privatización de servicios que
ya empieza a afectar a los hospitales públicos tradicionales –véase el
caso de Castilla-la Mancha-.
Pero aunque médicos, enfermeras, celadores, administrativos, técnicos, personal de limpieza, y demás conformemos esa marea blanca que abra camino, una reivindicación ciudadana general será determinante. Por débil o fuerte que lo consideren, la marea multicolor
es lo único que se interpone entre nosotros y las fuerzas financieras,
económicas y políticas nacionales e internacionales que tratan de
desbaratar el sistema para, entre otras cosas, dar paso a sectores
afines que algo tienen de lo que describo.
Ampliemos miras, reflexionemos con sensatez y centrémonos en el bien
común, porque es hora de preparar las barricadas. Los recortes no son ni
la única forma de responder a la crisis, ni inevitables. Nuestra
acción, o inacción, lo único que controlamos, sí puede hacerlos
inevitables. Y si piensa que a usted no le afecta, recuerde lo que
asegura Santiago Cervera, uno de los máximos exponentes sanitarios del
Partido Popular: “Todos somos indigentes en el ámbito sanitario porque
no podemos pagarnos un trasplante hepático”.
Aser García Rada es pediatra y periodista.
El País
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